Ser ama de casa en el siglo XXI es una trampa. Es el trabajo que nunca se acaba, el que no tiene festivos, ni sueldo, ni cotización, ni reconocimiento. Te venden la moto diciendo que es “vocación” o “elección libre”, pero la realidad es que es una cadena perpetua con delantal. Lavar, planchar, cocinar, cuidar, limpiar, ser chófer, psicóloga, enfermera... ¡y todo a coste cero para el sistema!

Si una mujer decide centrarse en el hogar, la sociedad la castiga con la invisibilidad: no es “productiva”, no es “moderna”. Pero si tuviera que pagar por cada hora de ese trabajo, la economía familiar colapsaría. El trabajo doméstico es el pilar que sostiene el capitalismo, permitiendo que otros salgan a producir, mientras la que se queda en casa no acumula derechos, ni pensión, ni autonomía. Es un trabajo cruel porque te aísla, te desgasta y, llegado el momento del divorcio o la vejez, te deja en la cuerda floja. Es hora de dejar de romantizar la esclavitud doméstica. El trabajo en casa debe contar como lo que es: ¡Trabajo! Y debe tener derechos y reconocimiento como cualquier otro.