Mi nombre es Iñigo, amarrista en Getaria desde 2019 y miembro de la Asociación Malkorbe, que representa a los amarristas del puerto y apoya esta publicación. Antes de obtener mi amarre estuve varios años en lista de espera y fui una de las personas que acudió a la primera sesión de escucha sobre la renovación de la normativa de amarres, a la cual inicialmente no estábamos invitadas. Decidimos asistir precisamente porque no contábamos con información suficiente sobre el proceso ni sobre los cambios previstos, y también porque tememos que esta nueva normativa pueda derivar en la pérdida de nuestros amarres, con todo lo que ello supondría. Durante la sesión, el trato fue correcto; sin embargo, posteriormente, la Directora (hoy sustituida y que no estuvo presente en el proceso), en declaraciones en sede parlamentaria, indicó que nuestra asistencia tenía fines de boicot, lo cual no fue cierto. Esto confirma la tesis que sostengo respecto a este “proceso de escucha” como parte de algo ya decidido previamente, cuyo objetivo parece ser justificarlo y darle apariencia de legitimidad.
El proceso de escucha actual, como decía, con todo el respeto hacia quienes lo han dinamizado (Maraka) y hacia el Viceconsejero Leandro Azkue, que ha estado presente, parece más orientado a respaldar decisiones ya tomadas que a generar un verdadero diálogo. Se ha centrado únicamente en los amarristas y en la lista de espera, sin escuchar a las trabajadoras de los puertos, a los ayuntamientos ni a quienes conocen la realidad de la vida en el mar.
Los amarristas tenemos nombre y saben perfectamente quiénes somos, pero las listas de espera siguen siendo un enigma: no son claras ni precisas. Se habla de unas 6.000 personas inscritas, pero muchas aparecen varias veces en distintos puertos. Hay familias enteras, cuadrillas, empresas, e incluso personas que ni siquiera tienen barco o que buscan el amarre solo para especular o usarlo como aparcamiento. Aun así, es sobre estas listas poco fiables que la institución pretende apoyar un cambio de ley. Ignorar todas estas irregularidades no solo es injusto, sino que invalida por completo el proceso. Cada puerto tiene su propia realidad y particularidades, y si no se parte de un diagnóstico real y honesto, cualquier reforma acabará creando más problemas que soluciones.
Los amarres no son simples plazas de aparcamiento: deshacerse de un barco es deshacerse de una vida. Cada embarcación tiene historia, memoria familiar y vínculos profundos con la comunidad. En Getaria —que es lo que yo conozco— hay un equilibrio: apertura reciente (tras varios años paralizada) de la lista de espera con nuevas concesiones, plazas libres listas para quienes esperan en la lista, concesiones recientes a amarristas de larga duración… No existe ninguna razón para imponer un sorteo o cualquier otro método que obligue a abandonar amarres ya consolidados. Quien tiene un amarre no debería verse obligado a irse, y la gestión debe centrarse en las listas de espera, los barcos abandonados, deteriorados, morosos o en los usos que no se ajusten a la norma. Además, todos los amarristas estamos cumpliendo con nuestras obligaciones tributarias y respetando las normas de los puertos.
El dolor de la incertidumbre es real y diverso: lo viven quienes llevan poco tiempo después de años en lista de espera, el vecino de toda la vida que ha dado vida a su amarre, el abuelo que teme perder la posibilidad de pescar txipirones en los años en los que más disfruta del mar, o quien está a punto de entrar por orden de lista.
Los puertos no son meros espacios económicos; son puertos vivos, lugares donde la gente, los pueblos y la vida cotidiana se entrelazan, frente a la visión de puertos meramente capitalistas. Como decía Saramago en La caverna, no se trata de entrar o salir de una galería ciega: los puertos deben ser espacios abiertos, de luz y de comunidad, no sótanos donde las reglas del mercado borran la memoria y la historia de quienes los habitan.
No estoy en contra de la evolución de las leyes, siempre que los cambios sean sinceros, claros, democráticos y transparentes, y no generen un problema mayor que el que pretenden solucionar. En este caso, me resulta muy difícil comprender cómo se puede abrir un nuevo proceso antes de haber cerrado el anterior, dado que los recursos legales derivados del intento previo de cambio de la normativa —cuando se realizaron sorteos, se desplazó a amarristas y se incluyó a personas de la lista de espera— todavía siguen activos y con procesos judiciales abiertos, que, por lo que parece, aún llevarán tiempo en resolverse.
Por todo lo expuesto, insisto en que resulta imprescindible escuchar a toda la comunidad portuaria, realizar un diagnóstico riguroso y aplicar criterios objetivos de gestión que respeten el arraigo, la vida y la memoria de los puertos. Mientras estos pasos no se den, cualquier normativa que se adopte estará incompleta y carecerá de legitimidad.