Ha comenzado la Semana Grande donostiarra, culmen del calendario festivo, esperada con anhelo por ver de nuevo a toda una ciudad rendida a la alegría y regocijo; la fiesta lo impregna todo y se cuela incluso por las más recónditas rendijas. No hay puerta que pueda insonorizarse contra el alborozo ni pared que por muy calafateada que esté, pueda evitar que la impregnen las gotas de la diversión. Una marea de gente, una amistosa torre de Babel ávida de disfrute, contempla embelesada, con fruición, como todos: niños, adolescentes, adultos y mayores comparten una comunión unidos por un vínculo etéreo, un nexo sobrenatural que lo ilumina cual arco iris invisible que da fe de ello. El momento cumbre es sin duda el lanzamiento de los fuegos artificiales; la apoteosis se desborda y el entusiasmo se dispara. La gente mira al cielo absorta, boquiabierta, mientras el consabido helado se derrite en la mano huérfano de una lengua que lo acaricie con mimo. Las exclamaciones de admiración se suceden en un in crescendo mágico de una muchedumbre entregada y ojiplática; no obstante, la fiesta no es óbice para no ser solidarios con el sufrimiento y recordar que en muchos lugares del mundo, demasiados, la frase “artillero, dale fuego” tiene una connotación que se encuentra en las antípodas de la fiesta: la gente mira al cielo pero lo que ven y oyen no son fuegos artificiales y las exclamaciones revelan un miedo cerval. No hay un helado en las manos, están cerradas por la crispación. La fiesta es una quimera, un espejismo.

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