Por estar escenificada, la verdad no es menos verdad. José Luis Guerín busca la verdad, siempre “a través del afecto”, y lo hace con un entrañable documental que ha descolocado a todos aquellos que pensaban que en la última jornada de competición de la Sección Oficial todo el pescado estaba ya vendido. Historias del buen valle es un documental, en ocasiones intencionadamente guionizado, que es capaz de ablandar los corazones y que se ha colado entre las candidatas mejor posicionadas para lograr la Concha de Oro del 73º Zinemaldia.

Como el maestro de la pintura y el grabado japonés Katsushika Hokusai, que fue capaz de dibujar un paisaje en un grano de arroz, Guerín ha rodado en un pequeño barrio en los límites de Barcelona, Vallbona, todo un mundo, incluso un universo. Su cámara captura a los descendientes de los primeros charnegos, familias de etnia gitana, familias marroquíes, rusas y ucranianas: una especie de ONU en los límites de la ciudad condal.

Niños, jóvenes, adultos, ancianos... hablan todos, a cámara y entre ellos. Por hablar, hablan hasta con las plantas, aunque estas no les respondan. Es, quizá, la única manera en la que los vecinos puedan charlar con algún hijo, madre o hermano que, al fallecer, se ha reencarnado en margarita.

Toda una mezcla que convierte la barriada en una verdadera ONU de apenas 1.300 habitantes, donde todos se conocen y transitan en vidas paralelas. El trabajo, la enfermedad, el olvido, el medio ambiente, la muerte, la turistificación, las grandes infraestructuras, la comunidad y la desaparición identitaria del barrio –en realidad, su desaparición completa– son las cuestiones que atañen y preocupan a estos vecinos, que se retratan desde la humanidad y hasta la comedia. Algunos de ellos, de hecho, han viajado a Donostia para asistir a la proyección de la película, que aún no han visto completada.

Historias del buen valle es un nuevo acercamiento, más bien desarrollo, de lo que Guerín hizo con el documental En construcción, que en 2001 se alzó en el Zinemaldia con el Premio Especial del Jurado y con el Premio FIPRESCI. Presenta relatos entrañables, preciosos y, a la vez, desgarradores, pero desde una ternura y un afecto remarcables. El cineasta es capaz de transformar un microcosmos desconocido en un lugar en el que querer habitar, tanto física como fílmicamente.

Un western

Este largometraje de no ficción surgió como un proyecto encargado por el MACBA de Barcelona. Guerín comenzó a rodar en blanco y negro y en Super-8. No obstante, ese universo particular, al que solo se accede pasando un río, una autopista y una infraestructura ferroviaria, y que en los mapas medievales se situaría junto al latinismo Hic sunt dracones, acabó por conquistar al cineasta y necesitó seguir y seguir. Al no encontrar financiación en Catalunya, tal y como ha relatado en la rueda de prensa que ha tenido lugar este jueves, recurrió a su amigo Jonás Trueba y a la productora francesa Gaëlle Jones. Decidió incluir ese metraje en celuloide al comienzo de la película y seguir con la mirada de los vecinos, que es la que guía la película. “¿Qué película crees que se debería rodar en Vallbona?”, pregunta Guerín a uno de los entrevistados durante los primeros minutos. “Un western”, responde el anciano. Y, efectivamente, Historias del buen valle tiene algo de western contemplativo.