Patria, de Fernando Aramburu, trajo consigo lo que por imitación ha acabado estableciéndose como el canon estético, filosófico y relator algo infantil y simplista de lo que fue el terrorismo de ETA, un Conflicto vasco para dummies que se usa como manual en los despachos de productoras del Estado que quieren desarrollar unas ficciones que funcionen en taquilla, hagan dinero y, por contra, no se hagan preguntas. Ese canon es efectivo, no intelectualizado, maniqueo y de cartón piedra, como lo es Un fantasma en la batalla, de Agustín Diaz Yanes, producido por Netflix y bajo el amparo del actual presidente del jurado de la Sección Oficial del Zinemaldia, JA Bayona.
Precisamente, el primer pase de este thriller ha podido verse esta mañana fuera de concurso en el apartado principal de un Festival que siempre ha buscado recopilar un abanico de visiones sobre la cosa vasca, tal y como la bautizó el escritor donostiarra Iban Zaldua, y que ha permitido la proyección -en muchos casos con polémica incluida- de películas como El proceso de Burgos, de Imanol Uribe (1979); La fuga de Segovia, también de Uribe (1981); Ke arteko egunak, de Antxon Eceiza (1989); La pelota vasca, de Julio Medem (2003); Tiro en la cabeza, de Jaime Rosales (2008); Asier eta Biok, de Aitor Merino (2013); Negociador, de Borja Cobeaga (2014); Caminho longe, de Josu Martínez y Txaber Larreategi (2020); Karpeta Urdinak, de Ander Iriarte (2022); Gesto, de Xuban Intxausti (2022); y No me llame Ternera, de Jordi Evole (2023). Durante la actual 73ª edición, de hecho, además de la de Díaz Yanes, se ha programado un documental sobre el asesinato de Gregorio Ordoñez, otro sobre torturas policiales en la Sakana y se recupera en Made in Spain La infiltrada, de Arantxa Echevarría, que el año pasado no tuvo lugar en la programación por evidentes limitaciones cinematográficas.
Un fantasma en la batalla presenta no pocas similitudes con el largometraje de Echevarría, sobre todo, en la primera hora. Si bien aquella cuenta la historia real de la infiltración de una agente de la Policía (Carolina Yuste) en ETA que llevó a la desarticulación del Comando Donostia, la película del realizador madrileño ficciona varios personajes y hechos reales para construir una historia centrada en una miembro de la Guardia Civil (Susana Abaitua) que se infiltra en el grupo terrorista para acometer lo que se conoce como Operación santuario, que llevó al desmantelamiento de varios zulos de ETA en Iparralde.
Pese a tratar el conflicto vasco, lo último del director de Sin noticias de Dios carece de conflicto alguno. No lo plasma Abaitua a través de su personaje principal, con una interpretación muy plana, en comparación con el carrusel emocional que ofreció Yuste en la cinta de Echevarría, lo único salvable de aquella. Y es que la caracterización de personajes que ha dibujado Díaz Yanes es así: unidimensional. Todos los miembros de ETA son intercambiables entre sí: se presentan con el ceño fruncido, cara de enfadado, son parcos en palabras y cuando declaman, lo hacen como un villano de la saga Bond pero de marca Hacendado. Además,
¿Y qué decir de los agentes de la Guardia Civil, sobre todo, del inspector interpretado por Andrés Gertrudix, un trasunto de varios inhumanos? No es que sea críptico o frío, un agente en la sombra, es que directamente parece que no esté ahí, aunque aparezca en el plano. Por otro lado, que su implicación y procesamiento en las torturas de Intxaurrondo se ventile en una frase y una cartela de menos de 30 segundos parece responder a esa guía antedicha que dice que las ficciones sobre ETA deben incluir referencias a la tortura, pero pocas. Por lo que sea.
La película tampoco funciona como thriller, carece de tensión y ritmo. No ayuda, desde luego, la dirección de fotografía propia de la casa Netflix y que hace que todas sus producciones luzcan igual, algo que se agrava con una dirección de Díaz Yanes que está lejos de una pretensión autoral. Lo que sí funciona bien, en cambio, es la inclusión de material documental de época que recuerda la barbarie del terrorismo y que acompaña las recreaciones de los brutales atentados.
Las cinematografías nacionales albergan en su propia esencia el debate sobre si se puede venir desde fuera a contar lo propio, aunque, por supuesto, también es un ejercicio interesante conocer cómo son las miradas foráneas sobre lo propio. Un fantasma en la batalla coloca a una miembro de ETA dirigiendo una ikastola y captando allí a militantes para su causa, demonizando un movimiento -el del euskera y la educación en dicho idioma, que nada tuvo que ver con el terrorismo, y en el que militaron muchas familias ante el acoso del franquismo- que siempre ha estado en el punto de mira de la derecha más reaccionaria afiliada a las fakes news. Aunque este extremo ficticio se inspire en varios pasajes aparecidos en prensa de la época, traslada bastante mala fe y un profundo desconocimiento de aquello con lo que se quiere ser didáctico. Hace falta, aquí también, un cine inteligente, que se haga preguntas y que no trate a los espectadores como idiotas.