Mil y una reformas- Desde que tengo capacidad de recuerdo, se han ido sucediendo frenéticamente reformas y contrarreformas educativas. Sin excepción, se presentaban como la solución definitiva y también sin excepción, han demostrado que no pasaban de tiros por elevación a ver si había suerte y se mejoraba algo. Eso, claro, y productos de la ideología o las siglas que las promulgaban y/o las derogaban. Por lo general, las normas de la derecha han abundado en el elitismo y en la sagrada unidad de la nación española. Mientras, las de la (llamémosle) izquierda, sin apearse de esto último, se han caracterizado por el buenrollismo y por cambiar los nombres de todo, desde los programas de estudios a las asignaturas pasando por las etapas de la vida académica. El balance de estos cuarenta y pico años de camino en zig-zag y bruscas ciabogas no resulta muy alentador. Me resisto a sostener que cada vez se aprende menos en las aulas, pero tampoco me siento en condiciones de asegurar que se aprenda más ni, desde luego, se adquieran conocimientos más útiles.

Rebajar la exigencia - Si rebajamos expectativas, puedo admitir que la ley vigente es mejor (o no tan mala, para ser exactos) que la que llevaba la firma del inefable y afortunadamente hoy olvidado José Ignacio Wert. Pero sigue sin merecer, perdón por la analogía de carril, más allá del aprobado raspado. Y menos, si las normas que deben enriquecerla, como el recién aprobado Real Decreto de Evaluación, abundan en el viejo error de rebajar los niveles de exigencia porque se considera también equivocadamente que el mérito es un concepto retrógrado. Hay que ser muy obtuso para no darse cuenta de que es precisamente lo contrario, la herramienta para superar las injusticias sociales. Seguro que nunca vamos a alcanzar la verdadera igualdad de oportunidades, pero si la chavalería percibe que currárselo sirve para llegar donde no llega la cartera de aita y ama, habremos dado un gran paso.

Desigualdad - Sin embargo, este último decreto incide en lo contrario. Y no solo por tratar de rebajar las cifras de fracaso escolar permitiendo franquear el bachillerato con un suspenso, que es lo de menos. Lo más dañino es instaurar la idea de que da lo mismo esforzarse que no hacerlo porque a la hora de la verdad se hará tabla rasa. Una vez igualados por lo bajo, volverá a ser la pasta de los progenitores (un máster, un postgrado, una estancia en el extranjero) la que marque la diferencia. El igualitarismo mal entendido y peor aplicado lleva a la peor de las desigualdades.