Lo que menos desean quienes han sufrido abusos sexuales es aparecer como víctimas. Les pesa la vergüenza y la angustia de revivir sus brutales experiencias. Hay un #MeToo de mujeres ultrajadas en el cine, la música y el teatro, de las que Epstein, Weinstein, Depardieu y Plácido Domingo son sus monstruos. Y hay también, más oculto, un #MeToo gay de depredadores de hombres jóvenes que aspiraban a una oportunidad. Su monstruo es Kevin Spacey, célebre intérprete de American Beauty y House of Cards. La docuserie Kevin Spacey al descubierto es una creación británica, distribuida por Max, antes HBO, que acredita los hechos y su contexto a través de diez de sus víctimas, unos pocos de los que pasaron por el aro. Que Spacey viviera una infancia cruel, con un padre nazi que violó a su hermano desde los trece años, no atenúa su villanía. El testimonio desgarrador de sus damnificados refrenda su modus operandi. Eran actores noveles en busca de trabajo, incluso un acomodador del teatro Old Vic de Londres, donde Kevin fue director artístico. A todos cautivaba con su fama y promesas de empleo. Ante el escándalo, la productora de House of Cards lo despidió y le reclama una millonada por los perjuicios; pero de momento no ha salido culpable de los tribunales. Como Al Capone, encarcelado por evasión de impuestos y no por mafioso. ¿Cómo probar un acoso sexual pasados los años? Nos queda el recurso de la justicia poética con series y documentales que castiguen la impunidad y restauren el sufrimiento de la víctima mediante la difusión de la verdad, aunque sea tardía. Como el destronado Juan Carlos I, cuya corrupción la han penalizado libros y reportajes. Y Kevin Spacey, que no volverá a actuar más en la ficción por ser en la realidad un maldito depredador.