Europa llega a la COP30 con el alma dividida. Lo que debía ser una demostración de liderazgo global se ha convertido en un debate doméstico sobre hasta dónde puede llegar nuestra ambición sin quebrar el equilibrio interno. Bruselas propone reducir un 90% las emisiones para 2040, pero varios Estados –con Alemania, Polonia o Hungría a la cabeza– reclaman un freno de emergencia si los bosques no absorben lo prometido o si la industria pierde pie frente a Asia y América. Francia exige un trato preferente para la energía nuclear, mientras el bloque oriental pide aplazamientos y flexibilidad. El debate revela más que las cifras: tras años de consenso verde, el viejo temor a perder competitividad vuelve a imponerse al impulso político. Y en el fondo late una pregunta incómoda: ¿puede Europa mantener su liderazgo climático sin fracturar su economía ni su unidad? 

No es una disputa técnica, sino política, casi existencial. El Pacto Verde fue concebido como el gran relato europeo del siglo XXI: un nuevo contrato social basado en sostenibilidad, innovación y justicia. Hoy ese relato se tambalea. Las industrias electrointensivas advierten de cierres, los agricultores de ruina y las multinacionales energéticas de fuga. ExxonMobil lo ha dicho sin rodeos: si Bruselas mantiene sus normas de sostenibilidad, reducirá su presencia en el continente. No es solo una amenaza empresarial; es un síntoma del miedo a que la transición verde se convierta en un lujo que solo algunos puedan costear. Europa corre el riesgo de que la ecología se perciba como dogma y no como estrategia. Y sin estrategia industrial, la ambición climática se desvanece en discurso. 

una comisión atrapada . La fractura dentro del Consejo revela el agotamiento del consenso climático que durante una década fue seña de identidad europea. El Norte pide rigor, el Este pide tiempo, el Sur pide apoyo. La Comisión, atrapada entre todos, busca una fórmula de compromiso: la brake clause, una válvula de escape que permitiría revisar los objetivos si la realidad económica o ambiental no acompaña. Pero las cláusulas no sustituyen al liderazgo. Cada paso atrás debilita la posición exterior de la Unión, justo cuando necesita reafirmarse en la COP30. El riesgo es evidente: que Europa pase de ser motor del cambio a convertirse en un laboratorio del desencanto. La transición verde no puede ser un eslogan; debe ser una política de cohesión, capaz de proteger a quienes más pierden y de convencer a quienes más dudan. 

España, en su papel activo dentro del Consejo y en la preparación de la próxima agenda comunitaria, tiene la oportunidad de impulsar una visión integradora: convertir la política verde en política industrial, y la transición ecológica en proyecto común. Porque si el miedo a la competencia nos paraliza, habremos renunciado al espíritu que hizo posible la Unión. No hay transición justa sin solidaridad, ni liderazgo sin coherencia. En última instancia, Europa no se mide por su huella de carbono, sino por su capacidad para mantener encendida la llama de su voluntad colectiva. Europa se juega mucho más que una cifra de emisiones: se juega la temperatura de su propia voluntad.