Me va a permitir el lector realizar en estos primeros días del año 2025 un viaje en el tiempo que servirá de introducción a este artículo. Decía Gardel en su mítico tango Volver que 20 años no eran nada, aunque si solo movemos el calendario la mitad de ese tiempo y nos trasladamos a 2015 contemplaríamos un planeta muy diferente al actual en lo que a geopolítica se refiere. Así es, el mundo dejaba poco a poco atrás la crisis financiera y de deuda iniciada en 2008, que puso en jaque el sistema económico global primero y a la propia identidad europea después. Con grandes esfuerzos, que llevaron a intervenir países como Grecia o Irlanda, y “haciendo todo lo que sea necesario” –el famoso “whatever it takes” que Mario Draghi anunció en julio de 2012– se consiguió que el proyecto europeo continuara adelante con implicaciones renovadas –Reino Unido incluido–. China era un socio comercial en auge, una economía en crecimiento en la que muchas de nuestras empresas instalaban plantas de cara a aprovechar sus bajos costes. Los norteamericanos, presididos por el dialogante Barack Obama, gestionaban su supremacía en un mundo global, abierto e interconectado, en el que la guerra de Afganistán y la amenaza yihadista en forma de ataques puntuales seguían encabezando el foco de su acción militar. Desde la perspectiva anterior la estabilidad geopolítica solo se veía localmente amenazada por la reciente ocupación rusa de Crimea y su apoyo a las fuerzas secesionistas del Dombass. Aunque dichos acontecimientos tuvieron una reacción firme, la importancia comercial y energética rusa no dejaban de estar presente a la hora de implementar sanciones severas contra el país dirigido por Vladimir Putin.

En un reciente artículo Gideon Rachman, columnista jefe internacional del prestigioso Financial Times, exponía que en el momento presente la seguridad europea se encontraba en una comprometida situación debido a la dupla Putin-Trump. La respuesta, en su opinión, debería ser una muy superior inversión en defensa de los países europeos, comandados por Alemania, que debería superar sus problemas políticos domésticos y aprobar un aumento del endeudamiento para poder reactivar su economía y modernizar y potenciar sus fuerzas armadas.

Europa ha vivido bajo el amparo defensivo de los Estados Unidos desde la Segunda Guerra mundial. La ordenación del mundo en dos bloques, mundo capitalista y comunista, se proyectó en un alineamiento militar bipolar entorno a la OTAN y el Pacto de Varsovia. En aquel entonces el enemigo a combatir era la Unión Soviética y, en ese sentido, Europa era el principal teatro de operaciones, la primera línea de contención antisoviética en la que los norteamericanos aportaron alianzas y un despliegue militar de primer nivel. Tras la caída del comunismo esta ecuación ha ido progresivamente mutando y, con el paso de los años, el principal contrincante de los estadounidenses no es ya una decadente Rusia que, empeñada en mantener su marchamo de gran potencia, asaltó de forma masiva hace ya casi tres años las fronteras de Ucrania con una fallida misión relámpago que derivó en su actual guerra de desgaste. Dejado atrás el trauma del 11-S y las torres gemelas, desde Washington se ha vuelto a poner el acento en los grandes retos geopolíticos y, en este sentido, se mira a China como el rival en la carrera por liderar el mundo. El gigante asiático no ha perdido su oportunidad y en las últimas décadas, de forma silente, se ha desarrollado de forma exponencial: ha tejido una red de alianzas económicas con numerosos Estados por todo el planeta, modernizado y actualizado su poderío militar y se ha convertido en una potencia industrial y tecnológica de primer orden.

A escasas fechas de su toma de posesión, Donald Trump mira con recelo a China y, sin perder de vista la amenaza rusa, en su política MAGA (“Make America Great Again”) pretende blindar su territorio contra las potenciales amenazas provenientes de Pekín. Desde esa perspectiva no son de extrañar las pretensiones mostradas estos mismos días en relación con Groenlandia y Canadá, sobre los que no ha descartado su anexión incluso por la vía militar: de hecho, Groenlandia es la distancia más corta entre China y USA y, en este sentido, se torna como un extraordinario emplazamiento estratégico para su sistema de defensa anti-misiles. Además, la guerra por la hegemonía mundial se disputa también en el ámbito de las materias primas, y la inmensa isla danesa ostenta impresionantes reservas de, entre otros muchos minerales, las codiciadas tierras raras, en las que China lleva la delantera al resto del mundo.

Al vivir al amparo del amigo americano, muchos estados europeos han descuidado sus Fuerzas Armadas. Este hecho se ha visto apoyado por la ausencia de una amenaza militar real, pues desde el fin del comunismo las guerras eran vistas con distancia, sucesos con un limitado impacto que ocurrían en lugares lejanos como Irak o Afganistán. Como ciudadanos del mundo nos hemos beneficiado del “dividendo de la paz”, que ha permitido que en las últimas décadas se fuera extendiendo un sentimiento globalizador, de apertura de fronteras, gracias al cual un bien o servicio podía ser producido o realizado prácticamente en cualquier lugar planeta. Ello ha tenido un impacto positivo en el crecimiento económico y empujado la inflación a la baja, al conseguirse abaratar costes en el proceso productivo.

Pero la realidad anterior se está desdibujando. El covid constituyó un primer aviso, una primera señal de alarma: la ruptura de las cadenas de suministro globales puede acarrear desaprovisionamiento de bienes esenciales que, en forma de mascarillas, suministros médicos u otros que puedan requerirse en determinadas situaciones no podamos tener disponibles debido a su alejada producción. Después, la invasión de Ucrania supuso una dolorosa bofetada en la confianza que los europeos depositábamos en el status-quo: Rusia era un socio comercial y un suministrador de energía principal en el esquema europeo, y las medidas tomadas contra Moscú han encarecido su precio de una forma notable, lo que ha dañado nuestra economía. Ahora, Europa corre el riesgo de caer en una cierta indiferencia en la política de Trump, un socio en el que no merece la pena invertir demasiada energía en la nueva realidad geopolítica que se está dibujando en el mundo. De hecho, ya se habla de desplazar tropas norteamericanas destacadas en países europeos hacia Asia para dar respuesta a la amenaza china.

“Si vis pacem, para bellum” (“Si deseas la paz, prepárate para la guerra”). En esta máxima latina debía de estar pensando Mark Rutte, Secretario General de la OTAN, cuando el pasado diciembre indicó que debíamos asumir una cierta mentalidad bélica similar a la de los tiempos de la guerra fría. Para ello propuso aumentar el objetivo de gasto militar de los Estados miembros de la Alianza al 3% del Producto Interior Bruto, desde el 2% actual –España solo invierte el 1,28% de su PIB en este apartado, el menor gasto de toda la OTAN–. Los datos de Rutte parten de la base de una continuidad del apoyo americano pues, en su ausencia, las estimaciones de necesidad militar se elevarían al nada desdeñable 4,5% del PIB.

La amenaza de Putin y la incertidumbre generada por la victoria de Trump ha dado la vuelta en poco tiempo a la estabilidad geopolítica de la que gozábamos en Europa. Todo apunta a que en los próximos tiempos nos veremos abocados a un muy importante aumento del gasto militar, que supondrá dolorosas medidas de recorte. Los presupuestos públicos son un conjunto de suma cero: puede decidirse incrementar o crear impuestos para aumentar la recaudación, o reducir prestaciones, servicios públicos o pensiones para reducir el gasto, pero un porcentaje del PIB como el que deberá comprometerse no viene de la nada. Aprovechemos los momentos de cierto sosiego y bonanza para implementar medidas modernizadoras de inversión y no comprometer más gasto corriente que en el futuro no podremos costear.