Aparecen en los medios constantes noticias y ciertamente no muy favorables sobre la conducta, idas y venidas del exmonarca Juan Carlos I. Hoy es una cuenta en un paraíso fiscal, mañana es la mención a una amante o una donación exorbitante. La última entrega de la saga se refiere a la presunta existencia de una hija no reconocida. De vez en cuando, anuncian su llegada desde Abu Dabi, donde reside, al país del que fue rey, para participar en una competición de vela u otros propósitos.

Sus peripecias con el fisco español o con los tribunales son un capítulo más con un frustrante epílogo normalmente de exoneraciones, no tanto por inexistencia de culpas o responsabilidades, sino por inexplicables o más bien irracionales inviolabilidades, que tienen más que ver con lo esotérico o mágico, que con un mundo de justicia y sentido común.

La actitud de los ciudadanos españoles se divide entre aquellos que, por inercias históricas, conveniencias o sentido de clase, tienden a perdonarle todo, alegando los extraordinarios servicios prestados a la nación española en los primeros años de la democracia. Según ellos, una persona con tales servicios tendría una especie de patente de corso para realizar cualquier desmán.

Para otras muchas personas, sin embargo, las vicisitudes del exrey son objeto de condena y rechazo sin paliativos. Basta invocar la igualdad ante la ley de todo ciudadano y la debida responsabilidad por sus propios actos. Da muy mal ejemplo el poderoso que, amparándose en extraños y confusos privilegios que creíamos ya desterrados de nuestras supuestas sociedades en que rige el Derecho, actúa reiteradamente a su “real antojo”, cobrando, según los medios, comisiones improcedentes y sustrayéndolas además al fisco, para el pago de los impuestos correspondientes.

Un punto muy invocado por sus defensores a ultranza es el de “los méritos extraordinarios o insólitos” de Juan Carlos a raíz de la muerte del dictador Franco y su acceso al poder como heredero del autócrata. Así, se destaca su generosidad al recibir el legado de unos poderes absolutos y cederlos a continuación en favor del pueblo español para la instauración de una democracia parlamentaria, en la que el rey se convierte en una figura casi decorativa, sin poderes efectivos.

Por este mero gesto, Juan Carlos I se encumbra, según sus adictos, a las más altas y egregias cimas de la realeza. Mi opinión es que la actitud de Juan Carlos, en aquel delicado momento histórico de la sucesión a un autócrata, fue la más razonable bajo las circunstancias. Sin duda, su postura evitó potenciales y enojosos conflictos con estamentos exaltados y poderosos del anterior régimen, dispuestos a mantener a toda costa sus privilegios.

La hipótesis de un rey novato, elegido por un dictador en un país ya muy evolucionado, con una clase media de cierta amplitud y un relativo nivel económico y educativo, en un ámbito geopolítico de democracias asentadas, como era España en la Transición de los años 1975 al 1978; que se obstinase en gozar de poderes absolutos, es tan ridícula y grotesca que sólo un auténtico insensato podría mantener.

Por tanto, la actitud de Juan Carlos tenía que ser la que fue. Todo lo demás es absurdo. ¿Mérito extraordinario por ello? No tanto, sino simple sentido común. ¿Benefició eso a España? Sí, porque evitó problemas por parte de mentes obtusas o trasnochadas capaces de cualquier disparate, con el consiguiente dolor y sufrimiento para el pueblo español. Así, Juan Carlos I no fue “el motor del cambio”, como se ha dicho, pero tampoco entorpeció su evolución.

La citada cesión de poderes le benefició enormemente a él y su dinastía, pues de lo contrario sí que hubiera hecho verdad el dicho popular en aquel tiempo de que iba a ser “Juan Carlos el Breve”, pues hubiera tenido que salir pronto a la carrera de España, ligero de equipaje y lo que es más importante de patrimonio, igual que su abuelo Alfonso XIII. Juan Carlos fue sensato y calculador salvando su puesto y las prebendas asociadas.

A cambio de esta “generosa” cesión de poderes, se aseguró Juan Carlos una situación única de tolerancia y respeto o incluso impunidad durante décadas en que de manera subrepticia o solapada fue incurriendo en conductas inapropiadas y poco ejemplares, tanto en el ámbito privado familiar o entreteniéndose en frívolas cacerías, mientras su pueblo sufría una terrible recesión, como en el de los negocios fáciles de presunto comisionista o mediador en grandes operaciones comerciales, algunas de ellas beneficiosas para España como la del tren a la Meca, en Arabia Saudita, o para sus amigos y muy lucrativas ciertamente para él, que le permitieron acumular probablemente un cuantioso patrimonio.

El otro gran “momento estelar” muy comentado siempre por sus defensores es el de su condena del intento de golpe de Estado del 23 de febrero del 1981. Se abrigan bastantes dudas sobre este triste episodio y es difícil saber cuál fue su primera reacción, pero al final en su defensa de la legalidad constitucional pesaron probablemente más los recuerdos de las nefastas consecuencias de la connivencia de su abuelo Alfonso XIII en el golpe de Estado de Primo de Rivera, en 1923, y el más reciente de su cuñado Constantino de Grecia, acogiendo a los coroneles golpistas.

En ambos casos, como sabemos, las monarquías española y helena fueron abolidas por la reacción popular. Es indudable que esta condena y rechazo del golpismo fue beneficiosa para España. Pero de nuevo, ¿cuánto tiempo hubiera durado un Gobierno golpista en España, convertido en un paria y rechazada su adhesión a la Unión Europea y gravemente dañado su prestigio internacional? Todo hubiera sido más difícil para nuestro país si Juan Carlos se hubiera abrazado a los golpistas, pero no cabe duda que la democracia habría regresado pronto y la monarquía desaparecido.

Así pues, nos encontramos con un personaje político con gran instinto de supervivencia, gozador de la vida y sus placeres, que en algunos instantes cruciales ha buscado probablemente su propia salvación y de rebote el beneficio para su país. Ahora bien, ¿estos pasados beneficios le dan carta blanca para su conducta poco ejemplar en lo personal y, lo que es más importante, en su actuación como jefe de Estado, con negocios inapropiados, no pago puntual de impuestos e impunidad? La respuesta, como no puede ser otra, es un no rotundo.

En suma, el reconocimiento de los méritos del exmonarca en sus justos términos nunca puede suponer una absolución o eximente por su conducta inapropiada o posibles delitos, teniendo, por lo tanto, que afrontar sus responsabilidades como cualquier otro ciudadano.