El gobierno de Nayib Bukele no ganará en solitario su guerra a las maras. Como tampoco lo hará ningún otro gobierno de El Salvador, a menos que un Pacto de Estado unifique criterios y comportamientos entre grupos parlamentarios, partidos políticos y todo tipo de instituciones. Ello supondría desistir de hacer de la violencia pandillera un asunto electoral y de lucha política. Y creo que estamos lejos de semejante ideal. Hay un abuso que consiste en manipular la voluntad del pueblo vendiendo la idea de soluciones mágicas, inverosímiles. Pero erradicar la violencia de las pandillas requiere mucho más que músculo represivo y promesas que no se cumplirán.

La megacárcel para 40.000 reclusos recién inaugurada goza de popularidad, no tengo la menor duda. Y si con el paso del tiempo se demuestra que semejante campo de concentración, como lo ha calificado el presidente colombiano, Gustavo Petro, es eficaz, el apoyo de la ciudadanía será duradero. Pero el final está lejos, si tenemos en cuenta que la mara Salvatrucha tiene unos 70.000 miembros y simpatizantes, y la mara Barrio 18, unos 18.000.

La realidad de las maras es una sucesión de círculos concéntricos como cuando se dibujan en una laguna como consecuencia de una piedra tirada al agua. Vencer a un ejército de decenas de miles de personas vinculadas en distinto grado a prácticas de extorsión y violencia, en el marco de una sociedad que es fábrica de jóvenes sin futuro, no es viable si no es oponiendo una unidad de acción que no pasa desde luego por un estado de excepción permanente. Este último, es en realidad un campo peligroso que amenaza con meter en el mismo saco a delincuentes y opositores políticos que no practican la violencia. El estado de excepción es un modo de recortar las libertades, suprimir la división de poderes y adelgazar la democracia misma, en el marco de una coartada de seguridad nacional. Aniquilar a las pandillas es el título de la agenda presidencial que pretende acabar con toda disidencia social y política.

¿Por qué el gobierno, más exactamente la policía y la fiscalía, continúan sin detallar cuántos de los capturados son pandilleros y cuántas de las personas detenidas son las que están ligadas a las bandas? Organizaciones nacionales e internacionales afirman que se está violentando a la población, atacando a los derechos humanos y alertan de capturas arbitrarias por parte de los cuerpos de seguridad.

No se trata de más mano dura, se trata de acertar con un conjunto de ideas y políticas institucionales que gradualmente vayan abriendo grietas favorables a la inserción de jóvenes en una sociedad con oportunidades de trabajo y estudio. De acuerdo con datos de la Policía Nacional Civil (PNC), decenas de miles de jóvenes han sido capturados, bajo falsas acusaciones de ser parte de agrupaciones ilícitas y organizaciones terroristas. Es una cifra impresionante, pero que está lejos de obtener una victoria sobre la delincuencia organizada.

Las pandillas juegan con ventaja al tener la sartén por el mango. Pueden parar su actividad o acelerarla a conveniencia. Además, sus miembros no temen la confrontación del mismo modo que la policía. Las y los policías aspiran cada día a volver a sus casas, con sus familias. Los pandilleros no tienen la misma adhesión a la vida. En su modo de vida se incluye jugar cada jornada al todo o nada.

La gran pregunta es ¿cuál es el horizonte de la megacárcel recientemente inaugurada? Supongamos que sus 40.000 plazas se llenan. ¿Luego qué? ¿Se construirá otra cárcel similar? ¿Los encerrados lo serán de por vida? Las condicione de esta cárcel gigante son dantescas. Los derechos humanos no sólo no cuentan, sino que son uno de los enemigos de Nayib Bukele.

No me parece siquiera relevante el debate siempre recurrente sobre posibles diálogos y acuerdos con las pandillas. Se trata de salvar vidas y para ello hay que hacer lo que haga falta a partir de un Pacto de Estado. Todos los gobiernos en El Salvador han buscado tender puentes para contener la violencia criminal. Sin embargo, son peligrosas las incursiones partidarias que buscan acuerdos con las pandillas, comprometiendo a instituciones y a la misma sociedad. Pero en este bucle, el telón de fondo no cambia: sólo una política de Estado, fruto de un pacto, podrá modificar la correlación de fuerzas entre instituciones y las pandillas. Pero, al parecer, los partidos políticos están lejos de torcer el brazo y reconocer en los otros a un aliado eventual para luchar contra el crimen.

Todo lo que no sea poner en marcha un Pacto de Estado es perder el tiempo. Creer que un gobierno, sea cual sea, puede vencer a las pandillas, es una ilusión.

Ahora mismo en El Salvador la violencia de las pandillas está cronificada y cuenta con una conducción notablemente inteligente. De hecho, las pandillas saben jugar a la política y abren y cierran espacios de presión al gobierno. Según informes, las pandillas en su conjunto reúnen a más de 88.000 seguidores y tienen fuerza social. Unos 50.000 están repartidos en 26 prisiones. No le temen al diálogo con el Gobierno, más bien lo contrario se ven con fortaleza para jugar al gato y al ratón. En cierto modo, son un contragobierno.

El problema de las maras o pandillas delincuenciales no es de orden público, es de seguridad nacional. Es toda la sociedad la que padece los males de una violencia cronificada. Por ello, no es exagerado afirmar que quienes pretendan hacer de la violencia una ventaja electoral deberían ser penalizados por las leyes. La violencia pandillera no se puede enfocar de modo cortoplacista, ni se debe aceptar que grupos, cúpulas, ni liderazgos sociales y políticos relativicen la lucha contra las maras.

Un Pacto de Estado debe lograrse en la Asamblea Nacional que es la representación del pueblo soberano. La participación del ejecutivo debe ser garante, junto con el poder judicial, de que el Pacto se lleve a la práctica. El Pacto deberá reconocer que el hábitat en que la violencia de las maras crece y se hace sostenible es la pobreza, el desempleo, el abandono por parte del Gobierno y de la administración de la debida atención a la juventud, la exclusión social, la negativa a crear oportunidades de estudio y trabajo para los jóvenes, son manifestaciones de la ausencia del Estado.

El desafío es lograr que la juventud asuma que la incorporación a la violencia no merece la pena. Que participar en la sociedad de manera pacífica hace posible obtener muchos más beneficios. Para eso, el combate debe plantearse en todos los frentes. En todos quiere decir en todos. Hace unos años visité la cárcel de Mariona, por entonces la más grande del país. Salí sobrecogido. Por el hacinamiento, por las condiciones de precariedad más absoluta. Entendí que quien entra en esa cárcel lo normal es que, si no lo era hasta entonces, salga delincuente. La verdad es que cuando conté mi experiencia a mis amigos salvadoreños no encontré interés en saber si se estaban violando los derechos humanos.

Creo que hay una tentación muy extendida de endurecer la represión contra las maras. Esto lleva a un debate que no es de mucho interés estratégico. Sin embargo, si es importante discutir sobre cómo abrir procesos con educación y recursos para lograr reinserciones, primero selectivas y después masivas.

Sí me atrevo a decir que sería deseable una presencia del Estado en todos los lugares del país. Un Estado activo en la generación de condiciones de vida que anime a los jóvenes a abandonar la violencia. Hace falta un Gobierno que lo sea de los jóvenes y de todos los sectores de la sociedad. No una máquina de represión sino una fuente de oportunidades. Pero, lo primero de todo, lo prioritario, lo sagrado, debe ser un Pacto de Estado contra el crimen.

En El Salvador hoy se debate sobre Bukele, ¿es un héroe o un dictador? ¿Cómo llamar a quien irrumpe en el parlamento nacional con despliegue de fuerza militar, alentando una insurrección si la cámara legislativa no le aprueba el presupuesto de 2020? ¿Qué nombre le ponemos a quién viola la Constitución para presentarse a una nueva reelección presidencial que la carta magna prohíbe expresamente? ¿Cómo podemos llamarle a quién extiende la represión sobre el FMLN (ex guerrilla firmante de la paz), militantes, simpatizantes, familiares, por pura venganza? ¿Cómo denominar a quién cambia unilateralmente la composición de tribunales? ¿A quién manipula a la fiscalía? ¿A quién ha dado permiso a la policía para matar? Yo diría que se trata de un autócrata, de un dictador que hoy tiene un poder absoluto, sobre el gobierno, la asamblea nacional y el poder judicial.

Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo