La pugna entre globalización y soberanía de los Estados no ha librado aún las batallas decisivas. La pérdida de soberanía nacional afecta muy desigualmente a los Estados y, en todo caso, no ha dado lugar a realidades supranacionales fuertes. Antes bien, el discurso neoliberal esconde el hecho de que tras el “beneficio general del poder del mercado” hay Estados ganadores. Un detalle significativo: en países del sudeste asiático es el apoyo decisivo de los Estados y gobiernos lo que hace posible una integración en los mercados internacionales. La conclusión es que, sin negar el impacto de la globalización es conveniente relativizar por el momento sus efectos políticos.

La globalización es un hecho indiscutible (en Francia se prefiere hablar de mundialización), al parecer irreversible, que, en todo caso, no se representa armoniosa como en una fábula de Walt Disney. Podemos observar como simultáneamente a los procesos de fusión se manifiestan fenómenos de fisión, de nacionalidades, etnias, comunidades, territorios, que se oponen con vigor a la idea de unificación y homogeneización global. Lo cierto es que recibimos constantemente el mensaje de que lo pequeño no tiene futuro. Es habitual que los defensores de una globalización neoliberal desconsideren e incluso ataquen las aspiraciones libertarias de territorios pequeños. Según esas voces solo lo grande tiene sentido, aunque de hecho son las relaciones intergubernamentales y no los supra estados lo que realmente funciona.

Frente a lo grande o global, la glocalización es también un modo de resistencia desde abajo que construye realidades políticas y sociales territoriales, teniendo como actores a poblaciones que se empoderan de procesos. Es un término que nace de la composición entre globalización y localización y que se desarrolló inicialmente en la década de 1980 dentro de las prácticas comerciales de Japón. La glocalización propone la complementariedad. Es una respuesta que no se propone como enemiga de la globalización, sino la utilización de sus ventajas.

Ante el telón de fondo de la integración, particularmente regional como la Unión Europea, la implosión se produce en regiones del Este europeo, habiéndose creado en las dos últimas décadas 22 estados diferentes, de ellos 16 en Europa. Sueños de anexión, secesión, de derecho a decidir de naciones sin Estado, de soberanía territorial, tienen su espacio en un mundo globalizado. Si ampliamos la mirada al mundo, nos encontramos con que desde la transición española han sido 43 los nuevos estados que han aparecido en el mapamundi. A los 16 europeos se les suman 4 africanos, 13 asiáticos, 6 americanos y 4 en Oceanía. 43 de los 193 estados que componen el listado de países independientes del mundo tienen menos de 35 años. Es decir, casi una cuarta parte de los Estados del mundo han nacido después de que la Constitución española sellara aquello de la “Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.

Por otra parte, un análisis riguroso de nuestro mundo globalizante nos ofrece el dato de que la quinta parte más rica del mundo posee el 80% de los recursos del planeta. De una población mundial de más de 7.000 millones, apenas 500 millones de personas viven confortablemente.

Por otra parte, el dato de que 32 países viven hoy día peor que hace cuarenta años, según datos de Naciones Unidas, es brutal. De ahí lo absurdo de permanecer deslumbrados ante una globalización sectaria que sobre todo tiene que ver con el dinero. En contra del optimismo neoliberal, la globalización no es en sí misma ni una buena ni mala noticia, aunque a corto plazo, el predominio del neoliberalismo no deja mucho espacio para la esperanza.

Es en este escenario convulso que la palabra glocalización resume bien esa tensión dialéctica que consiste en pensar globalmente y actuar en el ámbito local. Se trata de un modo de respuesta con dos componentes: uno de resiliencia y otro de alternativa al despliegue de un mercado darwinista y sin alma democrática. La acción local se extiende por todo el planeta, articulando esfuerzos productivos y sociales, desde la experimentación, pero también desde una convicción ética que presume la posibilidad de generar espacios reales para otro desarrollo y otra democracia.

Esto sucede, por ejemplo, en América Latina, desde la Patagonia al Río Grande: la participación ciudadana y la reorientación de las economías rurales y de la pequeña empresa se articulan como respuesta a una hegemonía globalizadora que no incluye el desarrollo humano sostenible en su ámbito territorial como una de sus prioridades y destruye el tejido productivo de pequeños y medianos agricultores.

La glocalización emerge entonces como una dialéctica entre resistencia y respuesta que tiene la necesidad de avanzar en logros concretos y a la vez en la pertinencia de ligar dichos logros con un proyecto político de transformación estructural. Ciertamente, pensar globalmente conlleva finalmente una actuación en el campo de nacional y de lo internacional, puesto que de lo contrario la disolución del proyecto local sería el destino previsible. En esta dialéctica entre resistencia y construcción, entre proyectos y logros, entre lo político y lo cotidiano, se encuentra tal vez la clave para articular las experiencias locales con la lucha por los cambios generales. Así, aciertan quienes defienden el espacio local, territorial, comunitario, como campo idóneo para la participación ciudadana en la toma de decisiones y el uso eficiente de los escasos recursos para el cumplimiento de un programa social.

Los ataques a este enfoque de lo local no son poco importantes. Pero como bien afirma el profesor Francisco Alburquerque (especialista en Desarrollo Económico Local) las potencialidades del desarrollo endógeno son extraordinarias, más allá de preferencias subjetivas por un municipalismo próximo al ciudadano. ¿Construir una contra-hegemonía? Se trata sin duda de un paradigma con idealismo que, en cualquier caso, debe tener como punto de partida la realidad tal y como es. La teoría de redes ofrece, sin embargo, una oportunidad para generar sinergias y procesos sociales, económicos y políticos, abiertos al intercambio y a la elaboración de una agenda común de escala global. Los movimientos centrífugos, los vasos comunicantes, pueden contribuir a generar nuevos valores y una nueva cultura de la acción social, atentas a nuevas posibilidades enfrentadas a la resignación, y con disposición a desplegar poderes múltiples, expansivos y creativos. Admitimos, en todo caso, como afirma el sociólogo centroamericano Daniel Chávez, que la globalización no puede ser planteada en términos de lo global versus lo local.

Ambas dimensiones pueden ser beneficiosas o perjudiciales, dependiendo de las políticas particulares en cada caso. Concebir a lo local como lo bueno y a lo global como lo malo, es un punto de partida erróneo. Los argumentos a favor de un mayor intercambio cultural entre países y personas son convincentes. Evitar el fetichismo espacial es importante; las relaciones de poder existentes en cada situación es asimismo un factor de notable influencia.

La reflexión de Daniel Chávez nos induce la idea de que es posible concebir otra globalización, alternativa, pero no en términos tautológicos. Nada sobre la globalización es autoevidente; es preciso debatir no solo sobre el cómo, sino también y fundamentalmente sobre qué tipo de globalización. En todo caso hay un conjunto de debates interrelacionados que de un modo u otro pesan sobre nuestra reflexión, según señala acertadamente Daniel Chávez.

Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo