Desapareció, sí. De la noche a la mañana. Como si hubiera cerrado su actividad dando un portazo y sin avisar. ¿Lo habría dejado todo hastiado por la fatiga pandémica? ¿Habría decidido hacer un paréntesis para oxigenar su pensamiento? O, tal vez, ¿vagueaba alimentado por la pereza?

No. Simplemente un bache en la salud lo sacó de la circulación. Y pasar de la actividad civil a la disciplina sanitaria alteró su quehacer. Hasta el punto de no reconocerse en aquella situación. Desde el momento que se despojó de su vestimenta de paisano y comenzó a portar la bata hospitalaria característica con apertura trasera, fue otra persona. Debajo de las sábanas que llevaban impresa la marca “Osakidetza”, no estaba ya Koldo. Allí estaba Luis.

Estoy seguro que los dolores abdominales, las náuseas, los picores, los pinchazos… los sufría Koldo pero las atenciones eran para el otro. Las cariñosas palabras de las enfermeras, del personal auxiliar, de los médicos… iban dirigidas a Luis. Las resonancias, las vías en vena, las analíticas madrugadoras, las sondas o el ayuno continuado, las sufría el paciente desaparecido. Y con su ausencia desapareció también su producción escrita.

Luis o la visión bipolar de esta historia, era la designación oficial del inquilino del servicio vasco de salud, un apelativo jamás utilizado al margen de los registros públicos y que no fue sustituido por su versión euskerica por su titular. Koldo vivió, además de sumergido con su dolencia, enmascarado en tiempo de pandemia. Así que solo los íntimos supieron que allí estaba. Para hacer el cuento corto, Luis sustituyó a Koldo durante un mes y pico de residencia hospitalaria. Con su retorno a casa y un prolongado tiempo de aclimatación y recuperación a la “nueva normalidad”, Koldo, el desaparecido, se reintegró a la actividad, y Luis, el sustituto, volvió al ámbito documental de donde no debería haber salido. Casi cinco meses después, el desaparecido emergió.

Durante todo este tiempo han ocurrido multitud de cosas. Pero nada de lo acontecido ha sobresaltado por imprevisible. En el terreno positivo se hace destacar la “explosión” de dinamismo de la gente. Tras la presión de años de pandemia, la movilidad social, el turismo, el disfrute del ocio, ha resultado masivo. Tal ansia colectiva de disfrute se ha desarrollado, además, con total normalidad en Euskadi, a pesar de los constantes titulares de algún medio de comunicación, empeñado en resaltar una determinada sensación se inseguridad ciudadana.

Tal vez, la mayor incidencia perniciosa que destacar –por novedosa– haya sido el fenómeno de los “pinchazos” en recintos festivos, una práctica deleznable de violencia contra las mujeres cuya socialización ha pretendido inducir al miedo y a coartar la libertad de una parte sustancial de nuestra sociedad –el colectivo femenino–. De ahí que tampoco se entienda –salvo por razones políticas atávicas– la negativa de colectivos “populares” a que tales delitos fueran investigados y perseguidos por la Ertzaintza. ¿Por quién entonces?

Y hablando de verbenas “populares”, digna de mención ha sido la pugna mantenida entre un sector de la radicalidad juvenil y su tronco político originario. Conflicto abierto por la lucha “revolucionaria” de las txosnas en recintos festivos. Un impresionante cóctel de “jaia bai , borroka ere bai” con ingredientes tales como bebida, música, “vil metal”, Lenin, Stalin o Argala.

En el lado negativo, lo acontecido parece tener mayor recorrido y lo sigue encabezando la guerra provocada por Rusia con la invasión de Ucrania. La contienda continúa y lo hace sin que los combates, las nuevas víctimas o los desplazados nos horroricen como antes. Ahora es el precio del gas, del petróleo, las consecuencias energéticas del conflicto, las que nos alarman. Es como si admitiéramos impávidos que Ucrania pagara con muertos la atrocidad de Putin y nos resistiéramos amargamente a que las consecuencias de esa misma guerra afectaran a nuestros bolsillos.

La crisis, por uno u otro motivo, parece haberse instalado en estos tiempos de incertidumbre. Y es que cuando todo apuntaba a que las economías de los países avanzados –y el nuestro, Euskadi, lo es– comenzaban a repuntar, la inflación provocada por la batalla energética, ha cortado el paso radicalmente al desarrollo poniendo en riesgo no solo el crecimiento económico sino la cohesión social de miles de familias apremiadas por el imparable alza de los precios.

No son buenos tiempos para la lírica. Ni para el postureo. Aunque en el Estado español se continúe con una acción política de paripé y controversia. Gobierno y oposición siguen enzarzados en la dinámica del desgaste dejando a un lado la necesidad de acuerdos globales que vigoricen a un Estado débil económicamente y con asignaturas pendientes como el reconocimiento de su diversidad territorial o la despolitización de la justicia entre otras.

Por la derecha, la crisis del PP con la salida de Casado propició el aterrizaje de Núñez Feijóo. En él, los conservadores españoles tenían depositadas las esperanzas de un retorno a la Moncloa. Sin embargo, a pesar de su arranque de “corcel jerezano” reflejado positivamente en las encuestas, su carrera parece haber tenido una “parada de burro manchego” provocada por su impericia en la política de Estado. Núñez Feijóo ha demostrado tener motor diésel. Su primera tarea busca apaciguar las aguas internas. Con el resultado electoral andaluz parece haber neutralizado la efervescencia de Vox y su depredación en el electorado popular. Pero más allá de este éxito –que no es poco– Núñez Feijóo no ha solucionado la patata caliente representada por la política de Isabel Díaz Ayuso en Madrid, donde la presidenta que derrotó a Casado no tiene empacho en enfrentarse a la disciplina de Génova siempre que lo estima oportuno.

Además, el discurso del dirigente gallego, pese a haber bajado en decibelios respecto a Casado, poco ha variado del instalado hasta ahora en el PP. Un discurso de confrontación, cerrado e imposible de concitar la simpatía de nuevos aliados. Y mucho menos de un PNV al que Vocento –una vez más– pretende arrimar artificialmente al Partido Popular.

Ante esto, Sánchez ha llegado a la conclusión que la legislatura está prácticamente acabada preparándose para iniciar una larga campaña electoral. Sánchez juega con la baza de que presidirá el Consejo Europeo en la última parte de su mandato y ha fiado buena parte de su estrategia a cultivar su imagen internacional. Internamente, el odio personal a Sánchez está muy arraigado en la opinión pública española. Las campañas de desprestigio protagonizadas por la extrema derecha y por el PP han prodigado esa imagen de culpabilidad hacia el presidente español. Además, su forma de ejercer el liderazgo, tomando decisiones sin contar con nadie, ni tan siquiera con sus colaboradores –ni tan siquiera las áreas socialistas han conocido decisiones como la bajada del IVA del gas– ha debilitado la imagen de un gobierno que no funciona como tal. La coalición es una entelequia pero no se romperá por pura supervivencia, aunque, curiosamente, veremos episodios de tirantez entre los integrantes del socio minoritario debido al especial protagonismo promovido por Yolanda Díaz emancipada de Podemos.

Bolaños, el cancerbero de Moncloa es una especie de Alfonso Guerra pero sin acento andaluz. Él es el guardián de Sánchez en el gobierno y su frialdad le convierte en un tipo poco empático y difícil de fiar. En su mano está la relación de estabilidad de su gabinete con los apoyos parlamentarios. Una labor insatisfactoria hasta el día de hoy.

Tal es el caso del PNV. El pretendido “socio preferente” de los socialistas empieza a estar quemado por el incumplimiento reiterado de los acuerdos alcanzados en su día con los socialistas en el pacto de la investidura de Sánchez. Escuece especialmente la dilación y el cuestionamiento de las transferencias estatutarias pendientes, establecidas en calendario por el propio gobierno de Pedro Sánchez y reclamadas de traspaso reiteradamente por el gobierno de coalición de Vitoria.

Ortuzar y Aitor Esteban han advertido esta semana a Sánchez que la paciencia del PNV se está agotando. A juicio de los jeltzales, Pedro Sánchez está abusando de su confianza y en estos próximos meses deberá cumplir con lo prometido y firmado si quiere seguir contando, ahora y en el futuro, con los nacionalistas vascos. En caso contrario, el PNV se sentiría con las manos libres para dejar de apoyar a su gobierno. Sánchez decide. Continuar desaparecido o recuperar la confianza. Confiemos en que emerja.