omos muchos los creyentes cristianos preocupados ante el acusado silencio que los medios de comunicación mantienen sobre todo lo relacionado con la Iglesia católica a lo largo de esta crisis sanitaria, social, económico-laboral y familiar provocada por el coronavirus. Estábamos acostumbrados a que del tema religioso en general, y de la Iglesia en particular, se informe poco y, por lo general, mal y haciendo gala de un gran desconocimiento de los temas. Pero ahora, ciertamente, parece que la Iglesia se encuentra missing o desaparecida del escenario de nuestra sociedad. Dada la tendencia manifiesta de los medios hacia lo novedoso, espectacular, populista y negativo, han destacado la multa impuesta por la policía municipal de Donostia al obispo de nuestra diócesis, las bendiciones con el Santísimo llevadas a cabo por algunos pocos sacerdotes y obispos en diferentes lugares del Estado o el desalojo por parte de la policía de una veintena de personas reunidas en la catedral de Granada el Viernes Santo pasado. Y la crítica mordaz realizada por un famoso presentador: “Francamente, no creo que se derrote al coronavirus rezando, pero no me hagáis caso que yo no tengo ni idea de ciencia”.
En este “silencio eclesial” influye, sin duda, la actitud encomendada por el mismo Jesús en el Sermón del Monte: “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha”; y la exhortación del autor de la primera carta de Pedro: “Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida explicaciones; hacedlo, sin embargo, con sencillez y respeto, y con una conciencia limpia”. Estas citas nos indican el estilo propio que los creyentes cristianos y la Iglesia adoptamos habitualmente ante lo que hacemos. El déficit comunicativo eclesial es real, comenzando desde su propio interior, ya que solo los creyentes más cercanos y comprometidos tienen una visión más o menos objetiva de lo que en realidad acontece, se pretende y se lleva a cabo en nuestra Iglesia. Este déficit se multiplica hacia el exterior. Pero, sinceramente, creo que el problema no es principalmente eclesial en este ad-extra en esta ocasión, sino que depende muchísimo más de la actitud que nuestra cultura adopta ante la Iglesia, a la que considera frecuentemente como un residuo del pasado, difícilmente acreditable en nuestros días y sin futuro alguno. Y esto es algo constatable en nuestros medios en su búsqueda de lo sensacional, lo último, lo entretenido… con efecto anestésico.
Como ocurre en las edificaciones sólidas y antiguas que el pasado histórico nos ha legado, las piedras mejor talladas y más vistosas son fácilmente detectables, pero no son menos importantes aquellas que se mantienen más escondidas, formando parte del basamento y sosteniendo eficazmente el edificio. Siendo un cuerpo enraizado desde hace muchos siglos en nuestra vida privada y pública, si queremos ser objetivos, nos vemos obligados a reconocer la innegable función social que nuestra Iglesia desarrolla habitualmente. Y, aunque con las restricciones impuestas por el estado de alarma, también en esta crisis del coronavirus. En grandísima medida, lleva a cabo su labor en diálogo con las autoridades sociales y sanitarias competentes, respetando las medidas que estas han adoptado para los distintos colectivos en general y las actividades eclesiales en particular. Aunque nuestras iglesias y centros de reuniones permanezcan cerrados, no es una Iglesia que mire hacia otro lado, se desentienda de las dificultades y sufrimientos de los afectados y se desdiga prácticamente del mensaje evangélico que anuncia y predica.
Dada la rápida extensión de la pandemia, los responsables políticos han definido qué tareas deben de ser consideradas como “esenciales” y cuales son de segundo orden. Como no podía ser de otra manera, se ha reconocido la esencialidad de los servicios sanitarios y hospitalarios, del cuidado de tantos mayores ingresados en centros gerontológicos, así como los dedicados a suministrar los artículos de primera necesidad, entre ellos los alimentarios y farmacéuticos. Y en este punto coincido con una reflexión que se ha difundido en las redes. Así, si bien la misión de la Iglesia no ha sido catalogada como “esencial”, no por ello debe ser descartada como superflua. Si periodistas, psicólogos, expertos deportivos, cuerpos de seguridad o cuentacuentos tienen un papel en esta crisis, para los creyentes la espiritualidad evangélica y la fe se convierten en algo esencial que motiva nuestra vida, la dota de sentido, nos “descentra” y compromete a favor de los débiles y nos abre a una esperanza inquebrantable. Y en esto, aunque algunas “estrellas” mediáticas no lo hayan descubierto todavía, la oración es decisiva, sin que pretendamos limitar nuestra actuación a lo oracional.
No pudiendo reunirnos comunitariamente en la iglesia para celebrar la Eucaristía, rezar y la escucha de la Palabra se convierten en algo básico en nuestro confinamiento doméstico. Pero no hemos renunciado, laicos y curas, a comunicarnos por WhatsApp, email o Internet, aunque no todo es virtual. Vemos cómo curas de nuestras parroquias están disponibles para atender a las familias que han perdido un ser querido, acompañándoles personalmente al cementerio y posponiendo los funerales. Los medios de comunicación han levantado acta del número de sanitarios contagiados y fallecidos a lo largo de estas semanas, pero no así del casi centenar de presbíteros muertos en el ejercicio de su misión en distintas diócesis del Estado, también en Francia y no digamos ya en Italia u otros lugares.
Los capellanes de los centros hospitalarios y las personas dedicadas al servicio religioso en ellos no han suspendido sus servicios, sino que han tenido que adaptarlos a la nueva situación, interesándose diariamente por los pacientes y sus familias. Lo mismo cabe decir de los capellanes de las cárceles y miembros de la pastoral penitenciaria, realizando recogidas y compras de mascarillas, ropas y productos necesarios para los internos. Aunque no haya tenido eco mediático, nuestras Cáritas parroquiales y diocesanas han desarrollado toda una “imaginación de la caridad” para acompañar a las personas y familias que atienden, ofrecerles acogida y ayudarles en el pago de alquileres y asegurar su subsistencia; muchas parroquias han colaborado en el reparto de alimentos o han realizado las compras necesarias para asegurar su abastecimiento. Todos somos conscientes de la grave crisis económico-laboral que empieza a acompañar ya a la sanitaria, cuyos efectos negativos se traducirán en la gestión de ERTES, el cierre de muchas pequeñas empresas y comercios, el paro para un número importante de empleados, las dificultades de tantas familias para llegar a fin de mes. Es seguro que Cáritas tendrá un papel importante y estará donde siempre ha estado, en la atención y el apoyo a los casos más vulnerables.
Las escuelas cristianas y los profesores que realizan una labor docente de calidad en ellas están realizando un esfuerzo añadido para sostener la educación en una escuela doméstica. Aunque su aportación pueda parecer insignificante, es de anotar también la oración confiada y la labor callada de las monjas contemplativas, implicándose en la confección de mascarillas o de las peticiones recibidas. Resulta realmente imposible de medir o cuantificar la solidaridad cercana de tantas mujeres y hombres fieles o cuantos formamos la Iglesia de base, manteniendo una “mística de ojos abiertos” ante cualquier necesidad de familiares, vecinos o gente del entorno. Por último, merecen también ser mencionados los gestos realizados por el papa Francisco con motivo de esta pandemia, las celebraciones casi solitarias, pero llenas de unción, belleza y mensaje esperanzado, la donación de cantidades importantes a los afectados por la crisis del
Somos conscientes de que en el reto de hacer presente, con fidelidad y coherencia, la causa de Jesús, el Crucificado Resucitado, en este tiempo concreto y especial del coronavirus, es posible hacer bastante más como Iglesia, pero tampoco es justo, objetivo y verdadero que seamos un colectivo social habitualmente ignorado, considerado insignificante, desligado de la realidad y despreocupado, que mira hacia otro lado ante los problemas que todos vivimos. Lo importante es que sigamos colaborando desde nuestra realidad y misión, con la seguridad de que “al atardecer de la vida todos seremos examinados en el amor”. La Iglesia solo ha de pretender ser un sumando más, pero no menos que eso.