cuando al principio nos contaron que la crisis era financiera, perdimos la inocencia. Más tarde, cuando la crisis pasó a ser económica, perdimos el pudor. Ahora, cuando nos dicen que la corrupción es consecuencia de la crisis sistémica, acabamos de perder la medida humana de las cosas.

Además de una sinvergonzonería insaciable, la corrupción es también una variable con la que poder evaluar el índice de bienestar de los pueblos y naciones. De hecho, sus efectos revelan el inmenso perjuicio infringido a la sociedad y al bien público en general, como tristemente comprobamos en un país como el nuestro, nublado por un pesimismo endémico.

Pero sería igualmente interesante precisar de qué modo afecta la corrupción a la confianza, a la felicidad y al estado de ánimo del individuo, esto es, a cualquiera de nosotros en particular, sin que los datos se pierdan en los vericuetos estadísticos de la sociología.

Peter Eigen, presidente de Transparencia Internacional, organización no gubernamental que lucha contra la corrupción en cerca de 40 países, sostiene que ésta es la causa fundamental del subdesarrollo y la pobreza, tanto económica como moral. No es una mala reflexión para extraer que la corrupción, además de malversar los recursos materiales, es también fuente del deterioro afectivo, educativo, emocional, ético, espiritual y de valores; dicho de otro modo, un menoscabo que afecta a la integridad de la persona.

Partamos de una certidumbre, que a veces conviene recordar: el fenómeno de la corrupción no es nuevo en España. Si acaso, señalar que su dique de contención saltó por los aires no hará mucho, tras el tsunami de la crisis económica que anegó todo hasta superar cotas inéditas.

Durante las últimas décadas, pasamos de una actitud de tolerancia a otra de indignación y cabreo. Sin echar la memoria muy atrás, la España de los 90, donde la cultura del pelotazo reportaba grandes beneficios sin apenas esfuerzo, se veía al corrupto como alguien capaz de generar puestos de trabajo y al que, pese a ciertas ilegalidades, se le estaba agradecido dentro de la más rancia tradición caciquil. En aquellos días de bonanza, de esplendor urbanístico y burbuja inmobiliaria, de Ave, Expo, JJOO y pleno empleo en versión ibérica (7% de paro), muchos miraban para otro lado, y se hacía así porque se participaba de pequeñas corruptelas, más comunes en culturas meridionales donde se asimila que si algo es bueno para otros, ¿por qué no va a ser bueno para mí? En definitiva, un compadreo entre el poder político y el económico, o, lo que es lo mismo, una tramoya, si no legal al menos alegal, que se consentía en base a la cuenta de resultados, económica y electoral. El saqueo de las antiguas Cajas de Ahorros -del que ahora nos vamos enterando por episodios-, epítome de la fiebre del oro, es un ejemplo definitivo del nivel de descomposición que llegamos a alcanzar.

Y todo eso fue posible porque en España el corrupto se creía invulnerable, podía saltarse las leyes sin que la fechoría tuviera consecuencias penales, ni tampoco políticas (lo que a la larga fue aún más catastrófico). Hasta tal punto, que ese aura de inmunidad llegó a transformarse para muchos “servidores públicos” en un narcisismo ególatra que les llevó a cometer errores de bulto, como la ostentación exhibicionista de la que hicieron gala -casi siempre de un gusto ramplón y extravagante-. La política consistorial de la costa del Sol y de Levante, por ejemplo, está plagada de esa tipología de mequetrefes y charlatanes de feria, actualmente en prisión, respaldados muchos de ellos por bochornosas mayorías absolutas.

De todo eso, queda una herida abierta que costará cicatrizar. Pero es ahora cuando nos sentimos agredidos, cuando tratamos de reaccionar frente a aquella quiebra económica y moral en la que pasamos de ser consentidores, o invisibles, a ser víctimas, cuando la corrupción empieza a quebrar el equilibrio anímico de una sociedad que vive con fatalismo los efectos de la decrepitud institucional.

El guión de esta tragicomedia, escrito con las tarjetas opacas de Bankia, con el escándalo de las preferentes, los papeles de Bárcenas, la trama Gürtel, el caso Noos, los ERE de Andalucía, la farsa del clan Pujol, la operación Púnica, la lista Falciani y la complicidad del gran capital? ha ido dejando al descubierto una evidencia insoportable, la de millones de euros manejados fraudulentamente por el poder político, económico, sindical y empresarial, en un país con más del 24% de su población activa en paro. Esa es la estocada que ha fulminado la paciencia de una ciudadanía harta de un sistema político atrapado en su propia telaraña.

Y ante esto ¿qué hacer? Es cierto que con el vacío dejado con la caída de ciertos ideales públicos que hasta ayer parecían inmutables, la mente de cualquier ciudadano se puebla de ideas negativas que a menudo derivan en una desidia patológica, es lo que llamamos anomia, en otras palabras, un estado de ánimo que asoma cuando las reglas sociales se degradan o, directamente, cuando no son ya respetadas por la comunidad, lo que podría conducir a la indolencia, con respuestas tales como “eso no van conmigo” o “y a mí qué?”, incluso derivar en conductas antisociales.

Más que nunca, debemos confiar en nosotros, en nuestra capacidad, en los momentos difíciles que nos subyugan y en convertir la crisis en nuevas oportunidades. Hay que tomar distancia para poder ser objetivos. Observar y actuar de forma racional. No vale insistir en los errores de siempre. Debemos ser realistas, conocer nuestras posibilidades y nuestras debilidades, y luego aplicar una generosa dosis de sentido común. Y, ¿por qué no?, volver a la legítima aspiración de ser felices, es decir, de hacer algo que merezca la pena con nuestras vidas.

No hay mejor encrucijada histórica que ésta para desear cambiar las cosas. La desesperanza que nos arrastró hasta aquí empieza a vertebrarse en una indignación organizada. Podemos y debemos ser protagonistas de ese nuevo ágora donde el tejido participativo, social, político, cultural y anímico sea un espacio de valores y costumbres compartidas al servicio del bien común, y con exigencias objetivas para unos líderes que deberían estar comprometidos con el destino de la colectividad. Más allá del discurso impostado de los viejos eslóganes, consigamos que la política sea, de una vez por todas, la ética puesta en práctica.