Berlín, sector norteamericano. 16 de octubre de 1946
Victoria subió el volumen del viejo aparato de radio que había conseguido a cambio de una maleta de piel y que, además de escuchar música, le permitía conocer las últimas noticias.
Con voz grave y monótona, el locutor informaba de las ejecuciones que se habían llevado a cabo de madrugada. Se trataba de diez de los más estrechos colaboradores de Adolf Hitler, en cumplimiento de la sentencia del Tribunal Militar Internacional constituido por los cuatro países vencedores de la guerra. El tortuoso juicio se había llevado a cabo en la ciudad de Núremberg, lugar simbólico del Tercer Reich: veinticuatro oficiales nazis de alto rango acusados; doce condenados a muerte en la horca, uno de ellos in absentia. Hermann Göring había conseguido evitar la humillación de la soga ingiriendo, tres horas antes, una cápsula de cianuro, pero los otros diez pasaron por el cadalso. Los cadáveres de los sentenciados serían incinerados, y sus cenizas arrojadas al río Isar para evitar futuros homenajes de sus vehementes partidarios, ahora callados, huidos y muchos de ellos ocultos bajo identidades falsas.
Ficha
- Título: ‘Victoria’
- Autora: Paloma Sánchez-Garnica
- Género: Novela
- Editorial: Planeta
- Páginas: 480
La puerta se abrió y apareció su hermana Rebecca: llevaba en brazos a la niña, despeinada y todavía somnolienta.
—¿Os he despertado? — Bajó el volumen de la radio.
—Apenas hemos pegado ojo. — La voz de Rebecca sonaba ronca y débil—. No ha dejado de moverse en toda la noche.
—La he oído llorar.
La pequeña se desperezaba frotándose las manitas contra los ojos.
—Tiene un poco de fiebre.
Victoria se acercó a su hija y le tocó la frente unos segundos con expresión preocupada.
—Ven con mamá. — La cogió en sus brazos—. ¿Cómo está mi tesoro?
La acunó bajo la atenta mirada de su hermana.
—Estuviste trabajando hasta muy tarde. Te vas a dejar los ojos con tanta fórmula.
—Me recuerdas a mamá — dijo Victoria sonriendo a su hermana antes de volver la atención a la niña—. Tiene unas décimas. Debería verla el doctor Wolf. ¿No te importa llevarla?
Esta mañana he quedado con el profesor Seegers y...
—Por supuesto que lo haré — atajó Rebecca sin dejarla terminar.
A continuación reclamó a la pequeña, que de inmediato se inclinó hacia ella. Victoria tuvo que ceder y sus brazos quedaron vacíos mientras miraba cómo su hija se acurrucaba en el regazo de su tía.
—¿Quieres un café? — preguntó amontonando a un lado de la mesa la libreta, los papeles y los lápices con los que estaba trabajando—. Aún está caliente.
Su hermana aceptó y Victoria le sirvió una taza y puso a calentar algo de leche en el hornillo eléctrico.
—Hay que ir a por leche. Los cupones están en ese cajón.
Tampoco hay mantequilla, y deberías ir a ver si han recibido carne. Llevamos dos semanas sin...
—Ya lo sé — la interrumpió de nuevo Rebecca, esta vez con un tono desabrido—. No me digas lo que tengo que hacer.
—No lo pretendía.
—Pues lo haces constantemente — replicó—. Me tratas como a tu sirvienta.
Victoria la miró unos segundos. Se dio cuenta de que su hermana apenas había dormido porque la niña había estado quejándose toda la noche; prefería que volcase su mal humor contra ella.
—Lo siento, tienes razón — se disculpó mientras ponía una caja de galletas encima de la mesa—. Están como una piedra, pero empapadas en la leche se pueden comer. Procuraré traer alguna cosa más, se lo pediré a Charlotte.
—No me importa ir a por leche y cuidar de Hedy — dijo Rebecca con un tono más suave.
Victoria asintió agradecida: sabía que su hermana haría lo que fuera por conseguir más comida para la niña. Con un suspiro cogió el cazo, vertió la leche caliente en un cuenco y lo puso en la mesa sobre un plato.
—No sé qué habría sido de mí sin ti, Rebecca — le aseguró mientras desmigaba dos galletas.
Su hermana le dedicó una mirada de desconcierto.
—Sé que soy un estorbo — dijo entre la queja y el reproche—.
Estoy convencida de que si algún día tienes la oportunidad, te irás... — la miró con ojos desvalidos—, y si te llevas a mi niña... — Envolvió a Hedy en sus brazos estrujándola tanto que protestó, de modo que aflojó el abrazo y le acarició el pelo con ternura—. No podría soportarlo... Preferiría morirme a perderla.
—No digas eso. — Victoria restó importancia a las palabras de su hermana. Con una cuchara, removió la leche con galletas—. Sabes que nunca te dejaría. Siempre juntas, ¿verdad, Hedy? Las tres juntas.
—Mami, canta la canción de la luna — le pidió la niña con una sonrisa.
Victoria la miró enternecida. Cada vez se parecía más a ella; los mismos ojos, el pelo oscuro y abundante, sus cejas, la forma de la boca... Pensó que no había sacado nada de su padre.
Victoria cantó How High the Moon, una canción con la que Hedy siempre se quedaba embobada escuchándola, y que a Rebecca le gustaba especialmente. Su voz ocupó el aire, y por un momento desapareció toda preocupación.
Al acabar la melodía, Rebecca le habló sin apenas mirarla, pendiente de que la niña comiera.
—A ver si consigo unas manzanas y puedo hacer la apfelkuchen.
—Mmmm — musitó Victoria relamiéndose con los ojos cerrados—. Cuánto echo de menos esa tarta. Te sale tan bien...
Rebecca sonrió a su vez. Sabía que era la preferida de su hermana. Fue a poner la taza en la mesa y se fijó en el montón de papeles.
—Debes tener cuidado con tu trabajo: lo sueltas en cualquier sitio y un día la niña te va a hacer un estropicio. Esas hojas llenas de números y fórmulas la atraen como el mejor de los juguetes.
—No te preocupes — dijo haciendo una carantoña a la niña.
—¿Qué esperas conseguir? Llevas tanto tiempo con ese proyecto que parece el cuento de nunca acabar.
Victoria sonrió a su hermana y dejó la cuchara en el plato.
—Estoy desarrollando un sistema de cifrado que será impenetrable.
Un lenguaje en clave para salvaguardar la privacidad de las comunicaciones.
—¿Las comunicaciones de quién?
—De aquel a quien le interese transmitir algo en secreto.
— Trataba de hablarle de tal forma que entendiera su trabajo, aunque sabía que era complicado—. Lo tengo muy adelantado.
Pronto lo podré presentar.
—¿Presentarlo a quién? — insistió Rebecca.
—Eso aún no está decidido. Es un asunto delicado. El profesor Seegers dice que si se enterasen de lo que tenemos entre manos, lo querrían a cualquier precio, y por eso insiste en que debemos mantenerlo en secreto hasta decidir lo que más nos conviene. Lo que sí te aseguro es que antes se lo entregaría al mismísimo diablo que a los soviéticos.
SOBRE LA AUTORA
Paloma Sánchez-Garnica (Madrid, 1962) es licenciada en Derecho y Geografía e Historia. Autora de El gran arcano (2006) y La brisa de Oriente (2009), su novela El alma de las piedras (2010) tuvo un gran éxito de ventas. Las tres heridas (2012) y, sobre todo, La sonata del silencio (2014), de la que se hizo una adaptación para una serie en TVE, supusieron su consagración como una escritora de gran personalidad literaria. Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido (Premio de Novela Fernando Lara 2016), del que se publicaron cinco ediciones y se ha traducido para todos los países de habla inglesa, La sospecha de Sofía (2019), con veintidós ediciones, y Últimos días en Berlín, finalista del Premio Planeta 2021, confirman su exitosa carrera literaria.
Rebecca cogió la cuchara y la llevó a la boca de la niña, pero esta la rechazó, volvió la cabeza y hundió la cara en su regazo, mimosa.
—Siempre has tenido una cabeza privilegiada — murmuró mientras arrullaba a la pequeña.
Victoria agarró la mano de su hermana; todo en ella irradiaba esperanza.
—Este proyecto nos sacará de la vida miserable en la que estamos atrapadas. Estoy muy cerca de conseguir algo importante y, cuando lo haga, nos iremos a Nueva York, las tres.
— Observó la mirada de inquietud de su hermana—. Os sacaré de aquí, te lo prometo. Confía en mí, anda — añadió con dulzura.
Rebecca no quiso mirarla a pesar del gesto cariñoso de su hermana; se centraba en darle a Hedy otra cucharada.
La dicción monótona y grave del locutor anunció la hora: «Son las ocho en punto de la mañana».
—Se me hace tarde — dijo Victoria con un gesto apresurado.
Recogió los papeles en los que había estado trabajando hasta el amanecer y salió de la cocina. Al cabo, volvió a entrar para despedirse:
—Me voy. Luego me cuentas qué te ha dicho el doctor.
— Le dio un beso en la frente a su hermana y otro a la niña en la mejilla—. Os quiero a las dos con locura — dijo dedicándoles una cálida sonrisa.
Rebecca sonrió con una gratitud tiznada de resentimiento.
Envidiaba a su hermana mayor desde niña, más guapa y mucho más inteligente que ella. Victoria había heredado lo mejor de su padre y lo mejor de su madre, como si al nacer se hubiera quedado con todo lo bueno y le hubiera dejado tan solo las migajas. Ella era poco agraciada, su hermana una belleza; su pelo era rubio pajizo, Victoria lo tenía negro y abundante; los grandes ojos verde esmeralda de esta nada tenían que ver con los suyos, pequeños y demasiado juntos; su boca, su piel, todo en Victoria era perfecto, y además era inteligente y brillante; había estudiado Física y Matemáticas, destacando en todo aquello que se proponía, y Rebecca no podía soportarlo, incapaz de hacer nada de provecho. Desde muy pequeña, su padre le recriminaba constantemente que era torpe y tonta, y que solo sabía estorbar, a veces con tanta inquina que le provocaba el llanto. Victoria siempre salía en su defensa y trataba de protegerla, pero esa actitud la irritaba aún más que los ataques directos de su padre, molesta por la paciencia que su hermana mostraba hacia ella a pesar de sus desplantes. El nacimiento de Hedy en plena guerra lo había cambiado todo: con Victoria centrada en otras cosas, de repente ella se hizo imprescindible en el cuidado de la niña, y ni pudo ni quiso evitar entablar una estrecha relación maternal con su sobrina. Había llegado a ponerla a su pecho desnudo al tiempo que le daba el biberón, por supuesto a escondidas de su hermana. En cuanto tenía ocasión decía que era su hija y, de hecho, así la consideraba. Esa niña se había convertido en el centro de su universo, la única razón por la que seguir viviendo después de los terribles zarpazos de la guerra y sus consecuencias. Hedy le había otorgado la fortaleza y resolución de las que había carecido toda su vida.