Dice que comienza a respirar algo más tranquila tras cinco largos años en los que sentía que le faltaba el aire. Sofía coincide con María Elena al señalar que el trabajo de interna es algo así como “un encierro”. Poco menos que una situación de reclusión que con el tiempo da paso a la frustración, y que a la larga se va cobrando su peaje. “El desgaste psicológico es tremendo. Si tuviéramos que pasar una prueba psicológica no la superaríamos ninguna. Hay muchos problemas en ese sentido, con depresiones y otras patologías”, reconocen ambas mujeres, que comparten la realidad de sus trayectorias como trabajadoras internas.

Lo hacen junto a Flavi, Valeria, Luz e Isabel. Son todas ellas de origen latinoamericano, provenientes de Perú y Nicaragua, con un tiempo de residencia en Euskadi que oscila entre los seis y los quince años. Al volver la mirada atrás, al mes de octubre de 2009, cuando Luz llegó a Donostia por primera vez, recuerda que “siempre estaba encerrada, sin tiempo de socializar con otras personas”.

Ese mismo año Valeria también salió de Nicaragua con destino a Euskadi, “donde durante mucho tiempo caminé con miedo por la calle, con el corazón en la mano, nerviosa porque me sentía sospechosa a los ojos de cualquier ertzaina". Un miedo que le paralizó. Lo hizo de tal modo que en tres años no se acercó a los servicios de salud, a pesar de la medicación que necesitaba para controlar su tensión.

El testimonio de estas mujeres viene recogido en el informe ¿40 horas? Mujeres migradas trabajadoras de hogar y cuidados en Euskadi, una investigación del Observatorio Vasco de la Inmigración, Ikuspegi, que analiza la realidad sociolaboral del colectivo.

Fuerte demanda de los cuidados sin reparto equitativo

No es casual la feminización de los flujos migratorios en Gipuzkoa. Para aproximarse a esta realidad es necesario seguir el proceso que arrancó en la década de los noventa del siglo pasado. Lo hizo con tres o cuatro elementos centrales: una generación de mujeres autóctonas que se incorpora al mercado de trabajo cualificado; el envejecimiento de la población, que a su vez genera una fuerte demanda de cuidados; la reducción del tamaño de las familias, y junto a todo ello, una sobrecarga de responsabilidades para las mujeres al no haber un reparto equitativo en la pareja.

De este modo, según refleja la investigación, la sustitución de mujeres autóctonas por trabajadoras migrantes “se convierte en una estrategia de conciliación” para poder enfrentar las dobles jornadas y las tensiones que se generan en la pareja. A todo ello hay que añadir una “falta de desarrollo” de las redes de cuidados del sistema público, “sin respuestas suficientes ni efectivas” a los cambios en las dinámicas familiares y sociales.

La investigación, que se hace eco de diversos estudios sobre esta realidad, señala además que la implementación de la Ley de Dependencia “favoreció la tendencia a externalizar los cuidados” mediante la contratación de servicio doméstico, “creando un sector sumergido, avivado por el fomento de las prestaciones económicas de cuidados en el hogar”.

Una empleada de hogar friega en la cocina del domicilio donde trabaja como interna. Ricardo Rubio / Europa Press

Así, de ese escenario surge un nuevo nicho de empleo para mujeres migrantes, que viene a satisfacer necesidades no cubiertas ni por la población autóctona, ni por los Servicios Sociales ni por las políticas públicas. Un sector caracterizado por la irregularidad, precariedad y desprotección social, como suscriben estas mujeres con sus testimonios.

Una ingente tarea "sin definir"

“Las paredes de una casa tapan muchas cosas. Te llaman para cuidar al abuelo y resulta que luego tienes que planchar las camisas del hijo y de todos. Las tareas no están definidas. Si es para cuidar al abuelo se supone que tú tienes que atenderle personalmente llevándole de paseo y haciéndole la comida, pero no, tienes que quitar el polvo de toda la casa y hacer un sinfín de tareas. Es necesario definir mejor las cosas porque tú eres la cuidadora de una persona, pero no la de toda la familia”, subrayan estas trabajadoras.

Los papeles, regularizar su situación, se convierte en una de las primeras metas a lograr. Reconocen verse obligadas a aguantar lo que haga falta para lograrlo, incluso las amenazas de familias que se valen de esa situación de irregularidad.

Sofía recuerda cómo en su segundo trabajo de interna le empadronaron. Lo hicieron con la condición de que no hablara con otras personas o consultara su situación. “Me decían que si hablaba con alguien y le explicaba que estaba trabajando sin contrato, les podían multar por tener a una persona sin papeles y que a mí devolverían a mi país y que no podría volver a entrar”, rememora la mujer.

Así, sin conocer la ciudad y sin ningún tipo de vínculo, Sofía se quedaba en la casa incluso en sus dos horas libres. Una situación a la que la familia se acostumbró. “Era un pesar estar ahí, pero aguantaba por mis documentos. Tú vienes a un sitio en el que no conoces a nadie y del que no sabes las reglas ni los derechos, y acabas teniendo miedo porque te meten en la cabeza eso de que te van a devolver”, confiesa.

"Preocupantes" condiciones de trabajo

Las estadísticas del colectivo de ATH-ELE (Asociación de Trabajadoras de Hogar - Etxeko Langileen Elkartea) reflejan datos "preocupantes" en relación a las condiciones en las que trabajan las empleadas internas. La mayoría supera las 60 horas semanales y sin disfrutar de los descansos correspondientes.

Esto se ve agravado si la empleada se encuentra en situación administrativa irregular. “Hay mucha gente que ni siquiera tiene las dos horas para darse un paseo. Tu contrato es de 40 horas, pero de eso nada. Estás esas veinte horas presenciales que ni te las pagan. Al final son veinticuatro horas al día”, aseguran.

“No son las 40 horas que se dice que se trabaja, sino las 60 que tú estás dedicada ahí. No duermes porque no sabes en qué momento te va a llamar la persona a la que cuidas. Es que no pegas ojo y te tienes que levantar a las ocho de la mañana sin haber dormido. Yo ya les había acostumbrado a no salir, porque no conocía la ciudad. Tenía que estar las sesenta horas al lado de la señora. Y mis dos horas eran para ir a hacer la compra al supermercado”, confiesa Sofía.

Relaciones de "confianza" con las personas mayores

Dentro de esa relación laboral tan peculiar, pueden llegar a surgir relaciones de intimidad que “proporcionan confianza y seguridad a las personas mayores”. A ese respecto, Isabel dice vivir estresada. No tiene tiempo para ella después de cinco años en los que no ha cobrado festivos ni fines de semana. Mantiene contacto con el sindicato LAB, que le está asesorando. “Ahora estoy entre mis derechos y el afecto que le he cogido al abuelo. Porque yo me voy de vacaciones y a él le da casi por dejar de comer. Además, ahora está más deteriorado”, confiesa Isabel, que dice tener por todo ello un sentimiento ambivalente: por una parte, la complicidad con la persona a la que cuida. Y paralelamente “la vulneración de mis derechos”, según añade, en alusión a un contrato por 40 horas “que no se respeta en absoluto”.

Son situaciones que aguantan por la familia que han dejado en su país, y a la que no fallan con el envío de remesas. Son mujeres que, según refleja la investigación, ejercen su maternidad “en un contexto marcado por la ausencia y la distancia”, lo que provoca importantes reajustes dentro de la familia. De hecho, en el discurso social y mediático hay una estigmatización de estas mujeres que al “abandonar” a sus hijos parecen no cumplir el rol de género que se le asigna: el de la “buena madre”.

Es sintomático que en el caso del varón que migra nunca se hable de “abandono” de sus hijos e hijas. “Los efectos que sobre la familia tenga la migración son interpretados de manera diferente en el caso de que quien migre sea la madre o el padre. El viaje de la madre suele ser interpretado en ese marco esencialista como un desplazamiento de su rol materno que tiene efectos especialmente gravosos sobre el bienestar emocional de hijas e hijos”, refleja la investigación, que apunta así a una nueva carga añadida para el colectivo.

Luz recuerda que lo primero que hacía al cobrar su sueldo era coger la calculadora, un cuaderno y un lápiz para hacer cuentas. En sus inicios laborales, los caprichos no tenían cabida. Siempre anteponía la familia. Confiesa que ahora sí, actualmente puede permitirse “un par de botas y un abrigo buenos, que me duren”. Hoy en día, dice orgullosa, tiene su casa en Honduras, donde viven sus hijos. Primero fue la entrada para el terreno, luego el material, los gastos tributarios, mes a mes, poco a poco. Años de trabajo. Un logro que le permite pensar que todo lo pasado ha valido la pena.