lasarte-oria - En el caso de Josean Fernández, presidente de la Asociación de Alcohólicos en Rehabilitación de Gipuzkoa (Aergi), fue la mirada de una cría la que marcó un antes y un después en su vida. Yolanda Anguera, secretaria de esta agrupación, dijo hasta aquí hemos llegado tras sufrir un accidente por pasarse un semáforo en rojo que nunca vio. Los dos tomaron la firme decisión de abandonar el consumo de alcohol, y atrás quedó también “aquella vida extraña” en la que, a decir verdad, nunca acabaron de encajar. Ahora, con la lucidez que ofrece el paso del tiempo, han acabado por encontrar su sitio en una sociedad que se muestra “hipócrita”. “Todos lamentamos lo que está ocurriendo con el abuso del alcohol, pero nadie se detiene a estudiar seriamente qué se puede hacer”, observan estos dos supervivientes. Con motivo del Día Sin Alcohol, que se celebra el próximo miércoles, proponen en esta entrevista a dos bandas una profunda reflexión sobre las adicciones.
¿Se vive mejor sin alcohol?
Josean Fernández. Llevo diecisiete años sin probarlo y desde luego que se vive bastante mejor. Se percibe la realidad tal y como es, con sus tonos claros y oscuros, sin ninguna sustancia de por medio que la trastoque o la camufle.
Yolanda Anguera. Han pasado ya casi ocho años desde el último trago, y la vida me ha dado la vuelta. Casi no me acuerdo de cómo era antes. Todo era una farsa. Lo que tengo ahora no lo cambio por nada del mundo. Ni el peor de los momentos de ahora es comparable con el mejor de entonces. Soy otra persona.
¿Cuándo tocaron fondo?
J.F. Era un jueves por la noche. Estaba desesperado y me subí a un puente con la intención de hacer una locura. Pero no fui capaz. No tuve valor y salí de allí aterrado. Al cabo de dos días llegó el cumpleaños de la hija de unos amigos, y bebí como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Ni siquiera sé cómo me dejaron dar una vuelta con las crías. Entre ellas estaba la hija de estos amigos, que cumplía un añito el 14 de abril. Fueron sus ojos, aquella mirada la que me hizo cambiar. Pasaron entonces todas las imágenes de mi vida con una claridad intensísima, y en ese momento me pregunté qué estaba haciendo con mi vida. La catarsis fue brutal. Ese mismo sábado cogí un teléfono y pedí ayuda.
Y.A. A mí lo que más me impactaba eran las miradas de los que por aquel entonces formaban mi cuadrilla. Veía los codazos que se daban refiriéndose a mí, a la manera que tenía de beber. El desencadenante fue un accidente de tráfico que sufrí después, un día que había consumido mucho. No vi el semáforo en rojo y me comí el coche que estaba delante. A partir de ahí me di cuenta de que necesitaba ayuda.
¿La sociedad es sensible a realidades como las que describen?
J.F. Qué va. Persiste la hipocresía. Por eso queremos invitar a la ciudadanía a hacer una reflexión seria sobre una realidad ante la que se vuelve la cara con demasiada frecuencia. La gente se queja. Todos lamentamos lo que está ocurriendo con el alcohol, pero nadie se detiene a estudiar seriamente qué se puede hacer. Y me estoy refiriendo al alcohol, porque si hablamos de alcoholismo, eso sí que, salvo a los afectados, no le importa a nadie. Son cosas que ocurren siempre en casas de otros, nunca en la nuestra.
Y.A. Es lamentable ver a menores de edad consumiendo en la calle sin que nadie haga nada. ¿Qué conciencias venden alcohol a estos críos? Empecé a consumir con trece años, y si antes había flexibilidad para iniciarse, ahora mucho más. Los menores consumen y los padres consienten, como si fuera un tema tabú que no va con ellos. A mí de pequeña no me advirtieron de nada, al igual que ocurre hoy en día. Si no se habla de todo esto en casa, ni en el colegio, ni en la sociedad, los chavales van a seguir consumiendo con total impunidad. Hasta que al final pasa lo que pasa, como me ocurrió a mí, que caí en un alcoholismo severo. A partir de ahí ya encontramos en otros términos. Eso ya no le gusta a nadie, y entonces aparece el estigma. Pasamos a ser bichos raros. La sociedad no es consciente de que el alcoholismo es una enfermedad y nos sigue tratando como a viciosos.
¿En una sociedad como la actual cuesta mucho mantenerse en la abstinencia?
J.F. No. Vivo mucho mejor que antes. No puedo decir que haya tenido un ansia de volver a consumir. Desde el inicio me planteé un cambio de vida radical porque, en realidad, el tipo de vida que había llevado hasta entonces no me aportaba nada. Estaba de más en todas partes y, salvo cuando me emborrachaba, nunca me encontraba a gusto en ningún lugar. Aquella era una manera de vivir extraña en la que no encajé nunca. En esta sí encajo. Hice lo que necesitaba. No me resultó difícil.
Y.A. A mi tampoco me costó. En cuanto dejé de consumir tuve tantas recompensas que enseguida me di cuenta de que no necesitaba muchas cosas que había creído necesarias.
¿Vivimos en una sociedad adicta?
J.F. Sin duda. Es la sociedad del botón, en la que todo se quiere de manera inmediata. Ha desaparecido el aprendizaje pausado, y nadie soporta encontrarse mal. ¿Podemos dar a un botón también para cambiar nuestro estado de ánimo? En ese caso, como no sabemos tolerar el malestar, nos hemos acostumbrado a darle a la pastilla, disponibles hoy en día de todos los colores. Es decir, pastillas y alcohol, a todas horas y en todos los lugares. Como decía la canción, si tienes un problema de estado de ánimo puedes ahogar las penas en alcohol. Es un recurso que suele funcionar, porque cuando se ahogan las penas uno está bien. El problema es que las penas saben nadar y al final salen a flote. Los problemas nadan, las penas también, mientras que los únicos que nos ahogamos somos nosotros.
Y.A. Y lo triste del caso es cómo se estigmatiza la diferencia de percepción social que hay entre las drogas ilegales y las legales. Parece que cuando alguien cae en la adicción a las drogas ilegales es víctima de ellas. Cuando cae en el alcoholismo, en cambio, la víctima es el alcohol y los ilegales pasamos a ser nosotros.
La droga se ve inmersa en cuestiones de índole política, social y económica. ¿Qué hay detrás de la droga?
J.F. Hipocresía. El hecho de que algunos caigamos en la trampa del alcoholismo deja en mal lugar a quienes siguen consumiendo impunemente porque ven que pueden caer. El hecho de que prediquemos que se puede vivir muy bien sin alcohol no les gusta nada a quienes beben. Les parece fuera de lugar e innecesario. A la mayor parte de la gente no le pasa nada por echar unos tragos, pero al 12% de la sociedad nos pasan cosas, y ninguna buena. A partir de ahí nos apartan. Las cuadrillas de bebedores no quieren tener borrachos. ¿Quién lo entiende?
Y.A. Yo tuve claro que con la gente que andaba no pintaba nada, ni tampoco en los lugares que frecuentaba. Puede parecer un precio muy alto a pagar, pero no es así. Lo de los amigos, además, es muy relativo. Una cosa son compañeros de alterne o relación social y otra cosa son los amigos. Si son amigos de verdad, lo normal es que pretendan que uno esté bien. Si tienes problemas cuando bebes, lo normal sería que esos supuestos amigos te ayudaran a dejarlo. Al final, dejar de beber pone a todo el mundo en su sitio: a nosotros y a nuestro entorno, a los amigos, compañeros de trago, jefes, familiares... todo el mundo se coloca en su sitio cuando dejamos de consumir. Es lo bueno que tiene.
¿Las personas con adicción saben pedir ayuda?
J.F. Cuesta mucho que lo hagan. Es una situación evolutiva ante la cual uno solo toma medidas cuando explosiona, y normalmente es demasiado tarde, con un deterioro muy marcado que hace que en la rehabilitación solo salga adelante uno de cada seis. Se llega demasiado tarde. Es lo que llamo la peregrinación de las palmaditas en la espalda. La gente va buscando respuestas de consulta en consulta, y salen con una palmadita en la espalda y la recomendación de que no beban tanto.
Y.A. A mucha gente le cuesta pedir ayuda, pero hay que tener en cuenta que salir por uno mismo es imposible. Yo todos los días me prometía no volver a consumir, pero no podía. Cuando uno sabe que pasa algo, pero no sabe lo que pasa, es difícil que encuentre una solución. Alguien le tiene que poner un nombre a esta historia, y decirle que su problema se llama alcoholismo, una enfermedad que se puede detener con una pauta y un control, con un conocimiento y sentido.
¿La Ley de Adicciones es una buena solución?
J.F. Es una normativa que está muy bien, pero que no se lleva a la práctica. Sobre el papel me parece genial, ¿pero quién tiene que aplicarla? ¿Por qué no se aplica en los campos de fútbol donde se disputan encuentros entre infantiles y juveniles? En Anoeta y San Mamés se sigue sirviendo alcohol en las zonas vip. ¿Y en los polideportivos? La gente sale de un partido de baloncesto y se pega un homenaje en la barra del bar, en presencia de los menores. Es algo que está prohibido pero que se sigue haciendo.
Y.A. Y ante esas situaciones, que no se te ocurra hacer efectivo el cumplimiento de la ley llamando, por ejemplo, a la Guardia Municipal, porque hay padres que en esos momentos son capaces de lincharte.
Hay quienes pensarán que no tienen por qué pagar los platos rotos de una parte “residual de la sociedad”...
J.F. No creo que pueda hablarse de un problema residual. El 10% o 15% de la población es mucha gente. No somos cuatro trasnochados. Hay muchas personas con adicciones, y muchísimas más que lo ocultan. Hay quien pensará que la persona que tiene el problema es más floja que quienes potean, pero se equivocan de plano. El alcohol siempre pasa factura porque el organismo no es de hierro.
Y.A. Mi hermano, que recibió durante un año un tratamiento fortísimo para el hígado, acaba de salir de un cáncer de pulmón y lo último que le ha dicho el médico es que puede tomarse un par de vinos cada día. Me sorprende que un médico llegue a lanzar semejante recomendación a una persona adicta. El alcohol es un tóxico que produce hábito. Nos guste o no nos guste, es una droga de consumo generalizado. No hay conciencia ni percepción de riesgo.
Islandia ocupa el primer puesto de la clasificación europea en cuanto a adolescentes con un estilo de vida saludable. ¿Es posible implantar en Euskadi un modelo similar?
Y.A. Lo de Islandia es sorprendente. El país ha conseguido cambiar la tendencia teniendo en cuenta los procesos cerebrales de los chavales, y aplicando una ley sin ningún tipo de miramiento. Los resultados está ahí. El porcentaje de chicos que se emborrachan se ha desplomado del 42% en 1998 al 5% en 2016. El porcentaje de los que consumen cannabis alguna vez ha pasado del 17% al 7%, y el de fumadores diarios de cigarrillos ha caído del 23% a tan solo el 3%. Detrás de estos datos hay un serio estudio de las necesidades de estos chavales: deporte, toque de queda para los críos, implicación de Educación...
J.F. El problema es si queremos hacer algo similar aquí. ¿Realmente lo queremos? ¿Qué hacen, por ejemplo, los padres? ¿Dónde están mientras sus hijos se emborrachan a las cuatro de la mañana por ahí? Entre semana no estamos con los críos porque tenemos mucho trabajo. Llegado el fin de semana no estamos porque es el día de descanso, y hay que ir a la sociedad con los amigos. ¿Y dónde están los hijos? Si no hay límites y comunicación, no hay nada que hacer. Si a los chavales no les dejamos capacidad para tomar decisiones que afecten a sus estudios y su futuro de vida, ¿por qué sí se la damos para todo lo que tiene que ver con el consumo de sustancias adictivas? ¿Cómo podemos pretender echar sobre sus hombros la decisión de consumir o no consumir? No hablemos de responsabilidad, porque una vez que se empieza a esas edades, la responsabilidad no existe. Pero bueno, no nos alarmemos: a fin de cuentas es algo que siempre ocurre a los hijos de los demás.