cELEBRAMOS el Año Mundial de la Veterinaria, porque hace 250 años se inauguró en Lyon la primera escuela de veterinaria del mundo. La idea no procedió, realmente, de consideraciones filosóficas o médicas, sino que obedeció a razones puramente económicas, consecuencia de las enormes pérdidas en la cabaña equina debido a las continuas guerras en las que participaba Francia y, con ella, toda Europa durante el siglo XVII y a los grandes estragos causados por la peste bovina en la misma época. Ante esta situación, fueron numerosas las sociedades económicas, recién creadas en Europa, que abogaron por medidas de profilaxis sanitaria, tanto para las personas como para los animales.

El cirujano naval inglés y naturalista que reuniera la mejor colección de historia natural de su tiempo, John Hunter (1728-1793) describió el rol que debería desempeñar el veterinario. Otro prestigioso naturalista y médico sueco, Carl von Linneo (1707-1778), detalló las ventajas que supondría contar con profesionales de la medicina veterinaria.

Voltaire hizo un canto tan literario como entusiasta de la iniciativa y hasta Goethe siguió con interés los primeros pasos de la Veterinaria, pero todas estas simpatías de los medios intelectuales no habrían sido suficientes de no contar con el decidido apoyo de Federico II de Nápoles, Luis XIV de Francia, Jorge III de Hannover, Federico II de Prusia, María Teresa de Austria...., que comprendieron el papel reservado a la nueva ciencia en el desarrollo de sus pueblos.

Sin embargo, la opinión pública era contraria al desarrollo de la Veterinaria como ciencia. Desde tiempos remotos, no estaba bien visto manipular cadáveres animales. Así, en Alemania por ejemplo, los matarifes estaban privados de los derechos inherentes al ciudadano y no podían testimoniar en los juicios. En ocasiones, asumían también el papel de verdugos y eran precisamente ellos quienes, por sus conocimientos de anatomía, se dedicaban, a cambio de una propina, a la medicina animal en el medio rural. Es comprensible, por lo tanto, la resistencia por parte de todas las clases sociales alemanas a conferir el estatus de conocimiento científico a la medicina veterinaria.

Consultada la Academia de Ciencias de Berlín por el soberano Federico II el Grande, sobre la conveniencia de crear una escuela de veterinaria, los académicos, conocedores de la opinión popular desfavorable a la iniciativa que chocaba con la del monarca, hicieron visibles sus temores al opinar favorablemente, más por sentido de la obediencia debida que por convencimiento, objetando que no se puede exigir a los profesores hurgar en la carroña de los animales. Sin embargo, los esfuerzos reales no tuvieron éxito, por la serie de cortapisas que no consiguió superar y por dificultades económicas graves.

Si el máximo mandatario alemán fracasó por diversas razones, entre ellas la incomprensión de sus súbditos, el pensamiento francés del siglo XVIII parece un terreno abonado para iniciativas semejantes. En la filosofía de la naturaleza imperante en la época, encajó perfectamente la redención y hasta el bienestar de los animales y sus pontífices, que vieron en el estudio de la anatomía, la fisiología y la patología comparadas, una oportunidad única para la práctica de sus ilustradas ideas. Entre sus adeptos, Claude Bourgelat encontró los apoyos necesarios para lograr su objetivo: una escuela de veterinaria.

Momento clave

De Lyon al resto de Europa

Bourgelat fue un defensor a ultranza de la nueva escuela filosófica, un amigo d´Alembert y un convencido enciclopedista. Fiel a la nueva doctrina, para él la herencia del pasado no debía influir sobre el espíritu libre de los filósofos. Será el estudio de la naturaleza quien nos hará descubrir las verdades que no fueron jamás reveladas y a las que los clásicos no podían acceder por sus limitados medios y conocimientos.

Su objetivo fue el de transformar el Centro de Equitación en Escuela de Veterinaria y para ello se valió de las numerosas relaciones que tenía entre la sociedad aristocrática francesa y, especialmente de su amigo, el intendente de Lyon que poco después fue nombrado Controlador de Finanzas (ministro) de Luis XV: Jean-Henri Bertin, ilustrado y apasionado por la agronomía, su principal valedor en París y quien gestionó el Decreto Real de 4 de agosto de 1761 por el que se autorizaba el establecimiento en Lyon de una escuela para el tratamiento de las enfermedades de los animales.

A pesar de muchas dificultades, la creación de la escuela supuso un éxito sin precedentes, la noticia se extendió de inmediato por toda Europa y alumnos extranjeros comenzaron a solicitar su ingreso; otro tanto ocurrió con los propios franceses. El mismo verano de 1762, a solicitud de las autoridades, los alumnos fueron enviados en una misión especial a Meyzieu, para intentar controlar una epizootia, lo que consiguieron aplicando sencillas normas de higiene. Bourgelat se encargó de magnificar el éxito y su amigo Bertin, desde París, hizo el resto, promoviendo la creación de nuevas escuelas de veterinaria.

A finales de 1766, Bourgelat inauguró otra escuela en las proximidades de París, en Maisons-Alfort; ese mismo año se abrió otra en Limoges, de efímera existencia.

A las escuelas francesas les seguiría la de Turín en 1769, Göttingen (Alemania) en 1771, Copenhague en 1773, Padua (Italia) en 1774, Skara (Suecia) en 1775, Viena en 1777, Hannover (Alemania) en 1778 y finalmente Madrid en 1793, sobre la que hablaremos en otra entrega.