hAY días que los fantasmas vienen al encuentro y susurran al oído angustias sin cicatrizar. "Alarmas de altitud activadas". Capitán Patiño: "Cinco, por favor... Mínimo, uno, seis... Tres... Cuatro mil trescientos... Curva..." Sonidos del impacto de la aeronave y fin de la grabación. Éstos fueron oficialmente los últimos sonidos registrados en la caja negra del Boeing 727. El vuelo 610 de Iberia procedente de Madrid había pasado a los anales de la fatalidad más absoluta. Oiz fue el monte de los muertos. Un cementerio en el que todavía se recuerda aquella mano asomando por debajo del resto de fuselaje, aquel brazo colgando inerte de un pino semisegado y la ropa de las maletas cubriendo las ramas que el fuego no había conseguido devorar. Aquella morgue al aire libre proporcionaba una visión insoportable. Pero mucho peor era el olor. Aquella mañana del 19 de febrero de 1985, el teletipo difundió una información aséptica: El Alhambra de Granada, el avión de Iberia procedente de Madrid con destino a Bilbao, había impactado con la antena de ETB en el monte. Su ala izquierda se había partido y el avión se despedazó en su caída por la ladera. Sin noticias sobre las 148 personas que viajaban a bordo. Las primeras imágenes de televisión visualizaron la tragedia. Cuerpos destrozados colgando de los árboles, miembros mutilados esparcidos como un reguero de pólvora, vísceras diseminadas a lo largo de dos kilómetros a la redonda.

Eran las nueve y media de la mañana de un día desapacible de Carnavales en el que los niños no tenían colegio. Aún hoy, los vecinos rememoran el pánico, aquel terrible humo negro y aquellas dantescas imágenes. Un recuerdo que deja una huella indeleble y que años después seguía muy presente. No había más que mirar la calva en el monte. No hubo gritos de socorro. No hubo petición de auxilio. Ningún resquicio de vida. Sin embargo, el baserritarra Juan Mari Urkiola gritó al llegar: "¿Hay alguien vivo?". Nadie le devolvió una respuesta. Sólo el crepitar del fuego y el crujir del fuselaje resonaban en medio de la nada.

Aquel martes se presentaba plomizo y una manta de nieve cubría el Duranguesado. El ala izquierda del Alhambra de Granada, que volaba entre una espesa niebla, chocó contra la antena. Tras el fuerte impacto, la aeronave voló descontroladamente a lo largo de un kilómetro, giró, se invirtió, se estrelló y en esa misma posición se deslizó por la ladera, talando decenas de pinos. Los 141 pasajeros que viajaban a bordo y sus siete tripulantes murieron en el acto. Horas más tarde, concretamente a las siete de la tarde, siete helicópteros hacían su entrada en el viejo recinto del cuartel de Garellano de Bilbao portando las setenta cajas donde se encontraban los restos.

La conmoción de alguno de los presentes fue tan salvaje que aún hoy se niegan a hacer el trayecto Madrid-Bilbao en avión. "Preferimos el autobús", dicen. Porque siempre reaparece la imagen de aquel monte y el pulular de familiares y vecinos mirando hacia arriba, hacia el humo que salía desde atrás pasadas algunas horas y despejada la niebla. Y sobre todo martillean en el cerebro las terribles imágenes de la tele. Eran otros tiempos. No triunfaba lo políticamente correcto, no había sensibilidad por el dolor de los familiares, no había respeto por las víctimas que yacían descuartizadas.

Pero la tragedia no se circunscribía al Oiz. Bilbao se había convertido en una morgue pública, con versiones cada vez más truculentas sobre las razones por las que se había venido abajo el vuelo 610. Los familiares de las víctimas vivían también su particular infierno en el hotel Ercilla, donde eran sometidos a exhaustivos interrogatorios. No hay que olvidar que en 1985 no existían sofisticados métodos de identificación por ADN, así que todo eran preguntas, huellas dactilares y registros dentales. Las autoridades preguntaban a los familiares para obtener el mayor número de datos posible. Las familias se sometieron a formularios, preguntas y más preguntas. Un murmullo ensordecedor para combatir el silencio de tanto muerto.