22de agosto de 1944. Más de mil soldados alemanes se amotinan en el frontón de Irun para exigir su liberación. Han sido detenidos por las autoridades franquistas tras cruzar a pie o a nado el río Bidasoa en su huida hacia el sur de Europa -una orden impedía su paso por la muga desde noviembre de 1942- y enviados a la comandancia de esa localidad. Otros muchos son devueltos a la Gestapo en el puente de Santiago. Son horas y días de deserciones. La guerra avanza, el desembarco de Normandia hace pensar en una inminente derrota y cientos de militares abandonan los ejércitos germano y austriaco en busca de refugio. Y no sólo los de menor rango sino, también y sobre todo, los de mayor posición. La España neutral de Franco se presenta como un paraíso para los criminales nazis y éstos escapan en masa. Algunos en vehículos lujosos, acompañados de miembros de la comunidad alemana en Gipuzkoa, y otros a través de una organizada y clandestina red de evasión. La llamada autopista de las ratas o vía de escape nazi por Irun funciona con más intensidad que nunca.

A nueve meses de que se consume la capitulación, la fotografía de la presencia alemana en Euskal Herria no tiene nada que ver con la que hubo años atrás. Ya no hay uniformes con cruz gamada en las terrazas de Donostia, no hay paseos por sus calles o por las de otros pueblos guipuzcoanos, no hay encuentros públicos ni relaciones distendidas entre las autoridades de uno y otro lado de la frontera. No hay nada que recuerde a aquellos días en los que los hombres de Hitler hicieron de Iparralde una más de sus comunidades y de Hegoalde una semiextensión turística de su ocupación. No hay nada.

Ni siquiera los de ahora son los mismos que los de entonces. Los duros y disciplinados militares que acamparon en la costa vasca en el verano de 1940 han desaparecido conforme se han ido torciendo las expectativas y han cedido su incómodo testigo a inexpertos adolescentes. Y, entre éstos, aumentan las insubordinaciones, se multiplican los suicidios y crece el desasosiego. Aumenta el miedo. Y los abandonos. Los jóvenes soldados destinados a Hendaia se suman a quienes lo intentan desde más lejos y tratan de cruzar, como aquéllos, el Bidasoa. Es el principio del fin. El último capítulo de la estancia nazi en Euskadi.

el muro del atlántico

12.000 búnkeres de defensa

Pero ésta, muy lejos de lo que parece en esos momentos, ha sido importante y significativa. Porque, en su obsesión por evitar cualquier desembarco aliado por mar, Hitler había desplegado su arsenal y artillería por toda la costa atlántica ocupada. Había ordenado construir 12.000 búnkeres entre Noruega y la muga con Irun, había acompañado esa infraestructura de otras muchas baterías de combate y había llenado de militares cada punto del litoral. Y, más bien al contrario, Iparralde no había sido una excepción. Convencido de la necesidad de fortificar la frontera con la España de Franco -tanto por una posible entrada aliada desde esta última como por la posibilidad real de invadir la Península- el führer había levantado cientos de búnkeres en Lapurdi (cerca de 150 sólo entre Hendaia y Baiona) y había dotado a sus defensas de los mejores cañones disponibles.

"La créme de la créme de la artillería alemana de aquella época se concentraba aquí", asegura el historiador de origen belga pero afincado en Gipuzkoa Ramón Barea, especialista en la Segunda Guerra Mundial y autor de las publicaciones Hendaia 1940 y Gipuzkoa 1940, un legado de incalculable valor histórico, documental y, fundamentalmente, gráfico (contiene decenas de imágenes reveladoras e inéditas sobre la presencia nazi en Euskadi).

testigos a pie de acantilado

Recordar la historia como fue

Y lo hace, precisamente, desde uno de esos búnkeres que aún se mantienen en pie. Una de esas construcciones que, asomada al Cantábrico, a no demasiados metros del casco urbano de Hendaia y escondida como para no molestar, se conserva casi entera para recordar que el pasado fue el que fue. Que hace no mucho tiempo aquellas campas estuvieron llenas de trincheras, de baterías, de búnkeres (a diferencia de los de otras zonas, de carácter exclusivamente defensivo) y de militares nazis. Y que, aunque éstos no llegaron a entrar de lleno en combate, sí protagonizaron un intenso día a día que incluyó algunos disparos a la aviación aliada y la localización de más de un buque enemigo, además de continuos entrenamientos (entre otras cosas, utilizaban las txalupas de los arrantzales para las prácticas de tiro).

Y la explicación no acaba ahí. Pocos metros más allá del búnker, en el que -como en otros- los soldados incluso dormían, Barea muestra la entrada a otra de las posiciones que no fue destruida (los alemanes inutilizaron las baterías antes de retirarse y los franceses volaron después la mayor parte de los búnkeres). Se trata de un recinto subterráneo capaz de aguantar la caída de una bomba de 300 kilos y desde la que, con los sistemas de telemetría necesarios, se descifraban las coordenadas de los barcos aliados para su posterior transmisión a los puestos de bombardeo. Una reliquia de esas que sólo se esperan ver en las películas y desde cuyo interior la historia que presenció no parece tan distante. Tan lejos.

Y esa historia dice muchas cosas y, sobre todo, dice una: que, desde el 27 de junio de 1940, la vida cambió de manera radical a aquel lado del Bidasoa y, aunque menos, también a éste. Ese día, cinco después del armisticio de Compiègne, que recoge las condiciones de la ocupación de Francia y que propicia una masiva huida hacia Irun, el comandante ingeniero Wim Brand (de la 88ª tropa commando Verfügunstruppe, partícipe en la invasión de Polonia), se convierte en el primer soldado alemán en entrar en Hendaia. En la primera piedra de la ocupación militar que sufrirá la localidad.

últimas huidas

Una "serpiente" de 72 horas

Antes de su llegada, que se produce con gran aceptación del ejército franquista (un oficial le recibe amistosamente en mitad del puente de Santiago), la denominada Serpiente colapsa el paso fronterizo. Numerosas personalidades económicas y políticas (los duques de Windsor, entre otros); miles de judíos (como el multimillonario Edouard Rothschild); aristócratas y gentes de clase media; artistas; familias humildes y muchos más sectores poblacionales de distintas nacionalidades aprovechan aquellos cinco días para abandonar tierras galas y cruzar la muga (la Guardia Civil no exigía más que un sencillo trámite) en su camino hacia España, Portugal o -vía barco- Norteamérica.

La ansiedad por salir antes de que lleguen los militares nazis es cada vez mayor. El cierre del ferrocarril y la ausencia de combustible para los vehículos provoca, desde el día 23, colas kilométricas -tanto de coches como de peatones- de hasta 72 horas. Además, miles de personas esperan la llegada de los expresos en la estación de Irun y, el día 26, unos 10.000 polacos huyen de San Juan de Luz a bordo de nueve barcos de transporte. Cualquier vía de salida es buena.

símbolo de muerte

La entrega de Companys

Porque, desde las 16.00 horas del día 27, esas vías ya no existen. Se acaban. Los alemanes, con Brand a la cabeza, toman el puente, izan la bandera nazi (con presencia del general español López Pinto) y cierran la aduana. Y, desde ese momento, el puente pasa de ser un símbolo de libertad para muchos a un símbolo de muerte para otros (la colaboración entre los servicios secretos alemán y español propicia la entrega, entre otros, del presidente de la Generalitat Lluis Companys).

Es el fin de una etapa y el comienzo de una realidad desconocida. Por delante esperan cuatro años de ocupación. Cuatro años de nazis en las calles de Euskal Herria y de miedos entre sus gentes. Cuatro años de episodios históricos y fotografías insólitas que aún siguen sorprendiendo. Cuatro años para que, esta vez al otro lado de la carretera, las ratas que un día frenaron la huida hagan del Bidasoa la autopista que les salve. Cuatro años que, más de seis décadas después, siguen impactando. Y no porque no se haya hablado sobre ellos sino, sobre todo, porque no se ha hablado lo suficiente.