No hay nada mejor para un equipo de fútbol que perdurar en el tiempo. Que su legado se mantenga vivo en el recuerdo por sus logros o por su manera de jugar. Pocos conjuntos dejaron más huella que la Brasil de 1970. Hace poco estuve leyendo un artículo y descubrí que aquella selección, tan anárquica y que era como la música, tenía un gran secreto y es que jugaba con cinco 10 (Gerson, Jairzinho, Tostao, Pelé y Rivelino). Como decía Jairzinho: “Fue lo nunca antes visto y lo nunca más visto”. Y lo cierto es que cuenta la leyenda que nunca más hubo un elenco de estrellas con tanta magia. En 1982, la canarinha hizo un intento por recuperar su talentosa esencia, pero perdió y llegaron a la fácil conclusión de que para ganar Mundiales estaban obligados a europeizarse. Y Brasil volvió a vencer, sí, pero ya nunca fue la misma.

La semana pasada, después de un exhaustivo análisis individual, llegué a la conclusión de que el mejor portero txuri-urdin desde que se retiró el inigualable Arconada ha sido o es, probablemente, Álex Remiro. Pero me entran más dudas a la hora de elegir cuál ha sido la Real de mi vida. Y no es una cuestión baladí, porque cuando ya rozo la mitad del siglo y le he dado la vuelta al calcetín, cada día que pasa va ganando enteros que es la de Imanol. Con eso queda todo dicho cuando estos colores son la gran pasión de mi vida y de paso zanjo las osadas voces que afirman que le tengo ganas al técnico que, insisto, es el que más me ha hecho disfrutar con mi equipo. Y, que conste en acta, que mi Real me ha hecho muy feliz a lo largo de mi existencia.

Unos lo manifiestan más y otros menos, pero en el fútbol todos somos resultadistas. Yo, desde luego, vivo a años luz de la frase que se sacó de la chistera Jokin Aperribay y que probablemente hizo revolverse en la tumba al mismísimo Luis Aragonés, cuyo fallecimiento ha cumplido una década esta semana: “Vamos a ser mucho más fuertes el día que no nos importe perder”. Entiendo la teoría del camino y del relato, pero este concepto se me escapa, lo siento. Y quizá es precisamente por ello, porque muy a mi pesar no acabó ganando, que relego a la segunda plaza a la enorme Real del subcampeonato. Con todo lo que se está poniendo de moda, y bien que se lo merece, la desternillante y conmovedora historia de Zuhaitz Gurrutxaga, yo era lo contrario a él: nada deseé más que aquel plantel lograra el título de 2003. Tenía la edad perfecta para disfrutarlo, aún con la inocencia y la euforia desmedida del niño que lloró de emoción con la Copa de Zaragoza y al año siguiente de tristeza por la derrota ante el Barcelona, pero también con una cierta madurez para ser reflexivo, analizar todo lo que iba aconteciendo por muy increíble que fuera y relativizar la gloria y, en este caso, la desazón del abismo tras el maldito 3-2 de Vigo. Y para pegarme la farra de mi vida, obvio. Pero no pudo ser.

Aquella Real de Denoueix, cuyo once recitamos de memoria como el de la Generación de Oro y que, sobre todo en la primera vuelta, nos hizo disfrutar como ya habíamos olvidado que se podía, le discutió la Liga al Madrid de los galácticos. Y sí, es cierto, la dejó escapar de las manos, pero murió en la orilla y alcanzó la última jornada con opciones de celebrar la Tercera. Su mérito es irrebatible, y si no que se lo pregunten a Imanol que, aunque su obra ha rozado la excelencia por momentos, se ha quedado a años luz de sentarse en la mesa de los gigantes para intentar disputarles la Liga. Una cuestión para tenerla muy en cuenta sin que sirva de crítica para la plantilla actual, cuyo mérito es extraordinario y cuyos componentes son auténticos héroes de leyenda que serán ensalzados, como su propio técnico defiende, durante décadas.

El campeonato liguero de este curso vive en desorden por la aparición imprevista del Girona. Decía Remiro que para él su irrupción no era inesperada, que se le veía venir… Bueno, imagino que para alguien como yo, que conoció Montilivi en Segunda, cuando no había tribuna en uno de los laterales y desde donde podíamos hasta vigilar el coche que habíamos alquilado para llegar del aeropuerto de Barcelona, es una sorpresa descomunal su explosión. Me acuerdo de un 0-0 terrible en la visita en Segunda después de estar casi 50 años sin vernos las caras, con un piscinazo de Marquitos en el descuento que acabó costándole la expulsión. O un 1-0 el año del ascenso cuando ya estábamos en febrero.

Míchel, el mito de Vallecas y el técnico que lloraba porque temía que le despidieran de un Huesca al que no lograba hacerle arrancar en Primera, ha sido el Denoueix del Girona que ya se ha convertido en el único equipo capaz de arrebatarle el título al Madrid. No me quiero ni imaginar lo que estará sufriendo esa pobre gente y el hijo de los fruteros de Vallecas. La angustiosa obligación por ganar todos los partidos para mantener el ritmo del gigante blanco. Recuerdo los sudores fríos que sentíamos cuando mediada la segunda vuelta aparecía un visitante por Anoeta como lo va a hacer la Real en Montilivi. Un conjunto capaz de jugar como los ángeles, de competir como fieras, de plantarle cara y mirarle a los ojos a cualquiera y al que, en teoría, dada la guerra en la que te has metido, le tienes que ganar por narices. Mal rival el que se le cruza a la revelación del campeonato en un momento clave. No brillará tanto como la Brasil del 70 ni luchará por ganar la Liga como en 2003, pero a 90 minutos le puede pintar la cara a cualquiera. Desde los mejores de otros países, hasta los mejores de su campeonato. Una bruja piruja amenaza el cuento de hadas gerundense con una pócima de Imanol que hierve en la misma olla del druida Denoueix. ¡A por ellos!