Dicen que donde hay confianza da asco. No, no estoy hablando de la confianza de Kubo, que le ha permitido allanar los caminos hacia la portería contraria de forma radical con amagos, filigranas y demás trucos circenses. Yo me refiero más a la confianza cotidiana que te puede transmitir una persona de tu círculo cercano. Creo que ya comenté un día que en mis últimas vacaciones había estado en Estambul. Una ciudad maravillosa, que aconsejo visitar al menos una vez en la vida a cualquier persona que aprecie y hasta a los que no. Yo era la segunda vez que iba y uno de los consejos que daba es que los locales son muy buena gente en general, pero la realidad es que su indomable carácter fenicio es tan persistente e insistente que te acaba saturando. Hasta el punto de que en el momento de tu vuelta, ya han agotado tu límite de la paciencia.

El caso es que, en un mundo desconocido y sin apenas referentes a los que agarrarte, siempre intentas crear un vínculo con personas que ves a diario y que te transmiten una sensación más que de confianza, de cercanía. Uno de ellos, ya lo conté, era un botones que era igual que Mikel Merino (un jabato) y otro era un peluquero que siempre que me veía se ofrecía a cortarme o recortarme la frondosa barba con la que me presenté en tierras turcas por una simple cuestión de vagancia más que por estética. El tipo era tan majo y obstinado que acabó creando un vínculo conmigo sin conocernos hasta que terminó por convencerme para sentarme en su silla de torturas, que, además, se encontraba en el primer piso de un edificio que estaba a 20 metros de mi hotel. Todos los días pasaba más de una vez por delante de él.

Yo me las daba de listo y viajado. En plan de que me las sabía todas y a mí no me la clavaban. Qué pringado. Nada más sentarme, el tipo, que no sabía ni papa de castellano ni de inglés, ya me insistió en que también me iba a cortar el pelo, además de recortarme la barba, que era en realidad el único objetivo por el que me había animado a aceptar su oferta.

A partir de ese momento, arrancó un show que ni en las bromas de los programas de inocentes del 28 de diciembre. Me puso todo tipo de cremas, ceras y potingues de cualquier color en la cara. Una máquina con vapor para quitarme los puntos negros de la nariz. Me depiló las orejas hasta el punto de no dejarme un mísero pelo y, lo más fuerte de todo, no tuvo ningún pudor en sacrificar mi unicejo, una osadía que jamás había hecho nadie en toda mi vida. Es más, durante muchos años le vacilé a uno de mi cuadrilla porque un día apareció sin su cejijunta. ¿Pero qué carajo era esto?

Todo ello hecho a un ritmo frenético, sin pausas entre una y otra actividad para que no me plantara y le mandara directamente a freír espárragos. Mi mujer, que siempre ha ido un paso por delante de mí, había pasado de la carcajada a la cara de cabreo absoluto y a decirme “párale ya, que nos va a pegar un sopapo increíble en la cuenta”. Cuando me levanté, había rejuvenecido unos quince años, tenía una piel suave como la del trasero de un bebé y les juro que mi rostro brillaba como nunca lo hubiese imaginado.

Sólo me faltó que, aparte de quitarme la cera de los oídos (les juro que el mudito lo intentó), me diera una crema bronceante para salir más moreno que Sadiq. Pedimos la dolorosa con mi esposa mirándome con cara de “tú eres gilipollas y no sabes decir que no a nada” y la colaboradora, compañera, pareja, o lo que fuere, nos comunicó con cara de no haber roto jamás un plato que eran 250. Preguntamos, ilusos nosotros, si eran liras turcas y nos comunicó, con el mismo rostro impertérrito, fría como la princesa Elsa de Frozen (tengo una niña de dos años y las navidades son muy largas), que no, atontau, que eran euros.

Como no podía ser de otra manera, ahí se montó el belén y la marimorena juntos. Yo le dije que 250 euros no pagaba ni Cristiano Ronaldo cuando iba a la peluquería en Madrid. Una discusión tan memorable como surrealista, porque, como no teníamos forma de comunicarnos, lo hacíamos por el traductor de Google, que todavía no sé cómo pudo interpretar la frase definitiva de Iraitz: “Sólo te hemos pedido que le recortes la barba. En las piernas también tiene pelos y no se los has quitado (creo que no dijo los huevos porque iba a ser demasiado para el traductor)”.

Después de amenazar con llamar a la Policía, acabé dándole 70 euros y nos fuimos sin mirar atrás. Por supuesto que en todo 2024 no vuelvo a una peluquería, al haber sacrificado el presupuesto por unos verdaderos caraduras. Y yo que pensaba que éramos amigos…

Es complicado explicar la relación forjada entre la Real y el Alavés en los últimos años. No es normal que te sientes a ver un partido de los babazorros y te encuentres con Gorosabel, Guevara y Guridi siempre en el once, con Sola, Alkain y Karrikaburu en el banquillo. Lo siento, pero cuanto menos no es habitual, salvo que tengas una relación como la del City y el Girona. La verdad es que a mí me perturba ver a dos jugadores como Guevara y Guridi, que creo que podrían seguir perfectamente en nuestra plantilla, jugando en el vecino. Comprendo sus deseos personales y que consideraban que querían y podían encontrar continuidad en otro Primera, pero Zubimendi no tiene sustituto y hay que encender una vela cada vez que se lleva un golpe, y lo del azpeitiarra es algo que jamás entenderé porque tiene nivel para aspirar a lo que quiera. La cesión de Karrikaburu no tiene ni pies ni cabeza cuando ha tenido ofertas de media Segunda, donde se le deberían estar cayendo los goles de los bolsillos. Y, por último, está Gorosabel. En boca de un buen amigo del Alavés, “se sale. Para mí el mejor del equipo esta temporada. No comprendo cómo firmó sólo por un año, dicen que lo tiene hecho con el otro vecino”.

Y es en este punto, en el que me acuerdo de mi coleguita turco. Porque una cosa es colaborar con un vecino que te pide ayuda, dentro de unos límites y siendo conscientes de que la Liga la jugamos contra 19 enemigos, y otra es que te puedan tomar el pelo a la cara. Gorosabel es un campeón de Copa, un lateral legendario por mucho que les pese a algunos, y, aunque su nivel físico no era óptimo el curso pasado, a mí personalmente me puede salir urticaria y me va doler mucho si le veo triunfar al otro lado de la A-8.

Una cosa es contar con un club que te permita foguear jugadores y otra, que ese club amigo haga de puente de forma descarada para saltar la zanja que impide, como es normal y por principios, la operación entre los dos gigantes del fútbol vasco. Esperamos acontecimientos. Pero también tomaremos nota, porque si sucede, esta situación no se puede volver a repetir, ya que se me quedará la misma cara de tonto que cuando me levanté de la peluquería con el rostro más brillante que el de Don Limpio. Sólo falta que encima nos ganen con todos nuestros ex. Cuidado. ¡A por ellos!