Siempre he comentado que me siento uno de los damnificados que cumplen años en enero. Y no solo porque durante toda la vida tienes que soportar la jugarreta de que nos supriman, en argot futbolístico y de fichajes, una ventana de regalos. Me explico. Yo soy del 10 de enero, por lo que mis queridos aitas decidieron de manera unilateral que con los Reyes ya era suficiente. En su descarga y la de sus generosas tarjetas de crédito, he de decir que en mi casa se celebraba de igual forma el santo que el día que soplas velas. Es más, mi querida abuela, conocida por ser una de las creadoras del sentimiento radical blanco por su pasión por el Real Madrid, era más generosa conmigo en mi onomástica del 29 de septiembre, San Mikel (nadie confirma a ciencia cierta que el arcángel se llamara concretamente Miguel). Pero bueno, a lo que iba, que de tres ventanas de regalos (el estratega de mi hermano tenía Reyes, su santo el 24 de junio y su cumple el 25 de julio; ordenado desde la tripa de mi amatxo, el muy...), una me la fumaban por la cara, como diría Kubo.
No me gustaría parecer materialista, porque nunca lo he sido, pero con el paso del tiempo los damnificados del mes de enero descubrimos que todavía contamos con más daños colaterales por ser los mayores de nuestro curso. Eso sí, la mayoría nos hemos llevado muy pocas collejas en el colegio, salvo cuando aparecía un repetidor como el bueno (no en ese momento, obvio) de Iván Campo, que tenía una mano larga tremenda y cuando eras el elegido, tu cabeza podía dar un giro de 360 grados como la de la niña del exorcista. El caso es que claro, cuando llegaba la hora de celebrar tu aniversario y lo afrontabas con la misma ilusión que los nacidos en el resto de los meses, te dabas cuenta de que tenías dos barreras o problemas. No lo podías adelantar, porque eran las fiestas de Navidad, por lo que estabas consumiendo un cartucho, y si lo retrasabas ya te dabas de bruces con el día de San Sebastián que, como todo donostiarra sabe, es sagrado. Por lo tanto, la terrible realidad es que normalmente solo cuento con un fin de semana específico y concreto para festejar mi cumpleaños (el periodo ideal para hacer un ramadán). Tanto yo como mi entorno parecía comprender más o menos mi situación límite hasta que un año, no sé por qué, se me ocurrió intentar organizar una cena por todo lo alto con amigos y amigas. Todo iba de maravilla hasta que tuve que empezar a llamar al restaurante para rebajar el número de comensales paulatinamente. Imaginen las risas (o la tristeza de pensar “pobre hombre”) que se echarían, cuando al final cené mano a mano con un colega. Eso sí, la farra fue tan antológica que daba para varios vídeos de Muchachada Nui. Con decirles que mi colega, que se vació como Oyarzabal, llevaba años emancipado con su pareja y apareció dormido en su cama de la casa de sus aitas... (hasta ahí puedo leer). Algo parecido nos sucedió a toda mi kuadrilla al celebrar nuestro 30 cumpleaños y organizar una surrealista fiesta de disfraces en pleno mes de diciembre (no podíamos hacerla en julio o agosto, no, como buenos donostiarras en invierno y con fresquito). El hombre del local que alquilamos nos preguntó que cuántos íbamos a ser y calculamos a ojo de buen cubero que “unos 50”. Cuando arrancó la fiesta solo estábamos los once de siempre, con algún fichaje del nivel Merino o Sorloth. El hostelero nos advirtió con celeridad: “Para que las consumiciones os cuesten menos como os comenté, tenéis que beber un mínimo”. Tampoco nos pareció muy dramático el mensaje. Pasado poco tiempo, sin excesiva preocupación, le volvimos a preguntar: “¿Y nos falta mucho para llegar?”. “Qué va, tranquilos, hombre, hace tiempo que ya lo habéis superado”. Menudos elementos mis amigos...
La historia de mi superfiesta rollo Walt Disney frustrada me recordó a la de Essien. Seguro que muchos no se acuerdan de que el centrocampista recaló en la Casa Blanca cedido por el Chelsea en una petición expresa de Jose Mourinho. El ghanés era feliz en Madrid y cuando llegó su cumpleaños, un 6 de diciembre (tampoco está mal la fecha), invitó a toda la plantilla a cenar al Mesón Txistu, pero solo aparecieron dos: Carvalho y Modric, con los que ya tenía relación previa por su paso por Londres. Al menos su entrenador tuvo las palabras de cariño que me faltaron a mí: “Calma, no era nada personal. No significa que no cayeras bien a tus compañeros y tampoco que tuvieran algo mejor que hacer, sino que simplemente estaban más interesados en ellos mismos que en nadie más, solo les importa su persona, pero no lo tomes a mal“. Todos los días se aprende algo (me van a poner a caldo en el chat de la kuadrilla). Entiendo que muchos piensen que menuda tontería, porque yo a estas alturas también lo puedo ver así, pero ojo, en ciertos momentos de tu vida no es fácil digerir este tipo de situaciones y, por qué no decirlo, de disgustos.
No me fío del Girona. Me parece el típico invitado sorpresa a una fiesta en la que no se le esperaba y que tiene mucho por ganar y poco que perder. Se trata de uno de los equipos que más en forma se encuentra del campeonato, como lo acredita que solo ha perdido uno de los últimos nueve partidos y que se ha encaramado a la séptima plaza que da acceso a la Conference. Sobra decir que sería la primera vez en su historia que accede a competir por el continente. Con el agravante de que todavía no es una final definitiva donde podría pagar su inexperiencia.
Me gusta Míchel. Creo que le podría invitar a mi cumpleaños (total, como no va a venir, estoy acostumbrado). Le conocí en Vallecas, cuando era el auténtico capitán general del Rayo. Jugaba de maravilla hasta el punto de que Cruyff se planteó ficharlo para el Barça. Desgraciadamente no tuvo tanta suerte. Cuando por fin estaba preparado para dar el salto a un club mejor y a otra dimensión que la del equipo de su vida, se lesionó de gravedad en la rodilla y la operación con el Celta se truncó. Después deambuló por clubes como el Almería, el Murcia y el Málaga, pero la historia destaca a su zurda de seda como el tercer jugador con más partidos con la franjirroja y el máximo anotador del club. Casi nada. Como entrenador me encajaría a la perfección como uno de los posibles sustitutos de Imanol, allá por 2060, cuando el de Orio se canse de los amargados que en lugar de disfrutar, sufrimos con el equipo a pesar de su excepcional trayectoria (parece mentira que sea un apasionado aficionado txuri-urdin de cuna, porque esto nos pasaba hasta cuando ganábamos la Liga).
Un jugador elegante, que nunca vio una roja en el campo, y una persona sensata y admirable, con unos valores irreprochables. Desde que aterrizó en Girona, se propuso hablar en los medios en catalán y poco a poco ha ido aprendiendo hasta desenvolverse con bastante naturalidad. Un vallecano hablando en catalán, alguno y alguna se tirará de los pelos en su comunidad. El problema para la Real es que ahora quiere aprender a conjugar el universal verbo ganar para clasificarse a Europa. Que le pida ayuda a Imanol, que sabe muy bien de qué va el tema, a pesar de haber comenzado como él, desde abajo, y crecer de forma autodidacta. La Real invita a toda su gente a su fiesta de regreso al viejo continente por cuarto año seguido, un hito que solo ha logrado la generación de oro. A esta cita seguro que no falla nadie. Sin excusas. ¡A por ellos!