Después de más de seis horas de tortura constante en el viaje de vuelta de un partido en Vigo con “qué tiene la zarzamora, que a todas horas llora que llora por los rincones?” y todo tipo de canciones folclóricas, Iñaki nos concedió una tregua a su manera y nos puso a Mari Trini. Me había pasado todo el trayecto despellejando y vacilando con insistencia al Dj, en una actitud contraproducente para mis propios intereses porque este se venía arriba entre risas y, además, no contaba con mayor variedad en su caja de CDs. En la tercera o en la cuarta canción de la cantautora murciana, comenzó a sonar su versión del inmortal Ne me quitte pas (No me dejes) del atormentado Jacques Brel. De Mujika no podía dar crédito al descubrir que el supuesto primitivo guasón que llevaba atrás también tenía lugar en su corazón y en su cabeza repleta de fútbol como para saberse entera la letra y acabar cantándola a gritos juntos. Ne me quitte pas es una de las canciones preferidas de mi adorada madre, de la cual me acuerdo siempre que la escucho. Ahora cuando suena también la canto (y la cantaré) y supongo que será por el momento que disfruté con mi amigo Iñaki, que dominaba el francés incluso mejor que yo. “No me dejes, hay que olvidar, todo se puede olvidar”, decía Brel en una letra tan desesperada como casi perfecta. A mí me va a costar mucho olvidarle.

Son muchos años de viajes juntos con la Real plagados de anécdotas, vivencias, bromas y risas, muchas risas. En avión, que no le gustaba nada, o en su papamóvil. Él era así. Tenía un vehículo que la mayoría de la gente sería el último que se compraría o le llamaría la atención en un concesionario, pero a él le encantaba y le divertía muchísimo (hasta el punto de que se volvió a comprar el mismo modelo). Le llamábamos de esta manera porque era muy alto y desde fuera daba la sensación de que podías incluso ir de pie, como si te estuvieras desplazando en un autobús o fueses el sumo pontífice y lo aprovecharas para ir saludando a tus fieles.

Yo llegué tarde a la rueda de los que compartían kilómetros siguiendo a nuestro equipo. Ya nos conocíamos de antes, porque yo llevaba ya unos años ejerciendo de periodista, pero me recibió desde el primer día como si llevara toda la vida siendo uno más de ellos, a los que procesaba una profunda admiración porque hacían el trabajo que yo siempre había soñado hacer. Iñaki siempre era distinto, muy alejado del forofismo que llevábamos dentro varios de los que le acompañábamos. Era comedido en la derrota y feliz en la victoria, entre otras cosas por los verdaderos protagonistas, los técnicos y los jugadores con los que se las ingeniaba para seguir manteniendo unos vínculos estrechos que los departamentos de comunicación de los clubes llevan tiempo intentando cortar de raíz para tener todo bajo control. Pero con Iñaki todo era diferente: fue un autodidacta y ejercía un estilo de periodismo propio e irrepetible. Él jamás hubiese puesto en peligro una amistad por dar una noticia. Sabía mucho más por lo que callaba que por lo que contaba. Cuando he tenido la fortuna de dar una exclusiva, no tardaba en comentarme en privado que estaba bien tirada y que él ya la conocía de hace tiempo pero no podía desvelarla (no sé yo si alguna vez también me la colaba).

Sus narraciones también eran únicas. Escuchándole podías pasar durante 90 minutos por todo tipo de fases y estados emocionales. Desde querer fundirte con él en un apasionado abrazo de gol, hasta que te sacara de tus casillas cuando en mitad de un partido de máxima tensión se ponía a cantar o a dejar sus famosas coletillas que muchos no olvidaremos y que incluso utilizamos en nuestro argot rutinario para siempre. Jamás olvidaré en una noche de postín, un “goooolpe de vista” que cantó en el Camp Nou en un ataque realista en el que le hubiese matado con mis propias manos si lo llego a tener cerca. El caso es que con los años no es que lo tuviera cerca, es que estaba sentado detrás de mí y, como no veía ni tres en un burro, muchas veces comenzaba a cantar un tanto de la Real y lo alargaba mientras me golpeaba en la espalda para preguntarme quién había sido el goleador. Si esto no es cumplir un sueño, que baje Iñaki acompañado de Dios desde el cielo y lo vea. Y lo cuente a su manera. Para la eternidad todos los tantos en txuri-urdin que cantó, con el mítico “Oh capitán mi capitán” al estilo El Club de los Poetas Muertos, por aquel gol milagroso en el último minuto ante el Zaragoza de Loren, una de sus grandes debilidades.

Sus entrevistas merecían un capítulo aparte y era uno de los principales motivos por los que más le tomaba el pelo. Preguntas como “¿tienes novia?”, “qué bien hueles, ¿cuál es tu colonia?” provocaban mis carcajadas y que, si le conocía, al acabar no dudara en intentar comentar con el protagonista, quien muchas veces seguía asombrado por el pintoresco cuestionario que le acababan de hacer. Todas las entrevistas, duraran lo que duraran, las hacía sin ningún papel ni nota. Tenía una cabeza privilegiada para eso y encima jamás enfadaba a un invitado, acababa metiéndoselo en el bolsillo y le convidaba a un tercer tiempo en un bar cercano a la redacción donde hablaban de lo humano y lo divino. Y esto lo disfrutaba como si fuera un niño... El famoso off the record, que se llama en la profesión.

De morro muy fino y como su propio cuerpo no engañaba (no le molestaba que le llamáramos el gordo), era un enamorado de la comida, hasta el punto de convertirse en bastante caprichoso si finalmente no salían los planes que él tenía en mente. Se ponía las botas y no escatimaba gastos, en un periodismo de la vieja guardia que obligaba a los jóvenes a poner de nuestro bolsillo para cumplir las actuales dietas. Pero era un placer compartir mesa y mantel con él, por sus historias y experiencias. Yo puedo decir que cené una vez con Iñaki en un establecimiento de comida rápida de pollos en Alicante tras una derrota en Murcia y que nunca olvidaré la asustadiza cara con la que cogía las piezas por la mala pinta que tenían.

Iñaki siempre tenía ganas de vivir y de reír. Era un cachondo. Podía pasarse 24 horas esperando como un crío travieso mi llamada porque en su referente Beaterio se había inventado que habíamos dado un paseo en calesa recorriendo las calles de Sevilla para luego troncharse de la risa mientras su cara enrojecía y se tapaba la boca. El lobo solitario que más necesitaba a la gente y su cariño que nunca se haya visto. El señor lobo o el conseguidor, que podía lograr lo que hiciese falta, como sacarnos del Carranza cuando nos habíamos quedado encerrados en su interior o que en una mañana libre en Almería, antes de jugar en El Ejido, me organizó en un momento una visita a Rekarte y un aperitivo con Emery. Tenía una agenda de teléfonos superlativa, un auténtico tesoro. Esa era otra de sus enormes cualidades periodísticas.

Recuerdo también que en la primera canción que sonó en el CD de aquel viaje desde Vigo, Mari Trini entonaba el conocido “porque a mí, se me ha caído una estrella en el jardín”. Eso es lo que nos ha pasado a todos los que hemos tenido la fortuna de compartir vida contigo al conocer la noticia de tu muerte. No puede ser casualidad que el destino quisiera que todos tus equipos hayan ganado el fin de semana en el que nos has dejado. Descansa en paz Iñaki. Al fin te vas a convertir en una momia, como tanto te gustaba repetir... Por Mujika, maestro, ¡a por ellos!