ientras inicio ante el teclado el último beaterio del curso, suena de fondo Eurovisión. Como compañía musical que me inspire un poco y me relaje después de las tensiones. Vaya partidito. El jueves vi una de las semifinales y quedé estupefacto ante lo que pisa el escenario. Ignoro las razones, pero hay días que apetece escribir con sonido ambiental y, en cambio, en otros necesitas un silencio sepulcral. Debo confesar ante todos vosotros que he sido un fiel devoto de este festival y que sé de memoria la letra de muchas canciones que triunfaron, así como de otras muchas a las que no acompañó la fortuna. Lejos de los chauvinismos, es difícil entender por qué unas (que me parecieron espantosas) fueron famosas, mientras que, a mi parecer, algunas maravillas se quedaron en el camino. ¡Ya sabéis aquello de los colores y los gustos!

Son más de 50 beaterios los que llevo este curso en la mochila. Os he contado alguna vez que todo depende de la inspiración. Algunos salen a toda pastilla, como las rosquillas. Otras veces, te atascas, le das vueltas, estás más o menos satisfecho, pero sin convencerte del todo. Para este de hoy pensé en titularlo como alguna de las canciones del referido festival. La fiesta terminó (Paloma San Basilio), Que me quiten lo bailao (Lucía Pérez), Contigo hasta el final (El sueño de Morfeo), Heroes (Mans Zelmerlow)... cualquiera vendría bien para elegir el modo de valorar el triunfo de ayer y la temporada. Como quiera que necesito un poco de jarana elijo este ¡Riau, Riau! que tampoco desentona. Todo desembocaba ayer en El Sadar. Como aquel año en que la hermandad se convirtió en desamor. No sé si la gente se ha dado cuenta, pero es casualidad que los descensos de la Real Sociedad y del Eibar se produjeran en Mestalla, aunque en diferentes circunstancias. Del txuri-urdin han pasado bastantes años. Dos de los que vivieron aquel momento, Mikel Labaka y Ion Ansotegi, ahora en la estructura técnica del primer equipo, seguro que lo recuerdan porque, siguiendo el hilo musical, Me cuesta tanto olvidarte. Como digo, casi 15 años a las espaldas desde aquella tarde. Faltando tres jornadas para el final, Osasuna se llevó el partido (2-0). Nos colapsamos y dos semanas después perdimos la categoría. Y cuando digo perdimos es porque dependemos siempre del esfuerzo de los profesionales. Lo tengo muy claro. Ellos nos llevan a Europa y disfrutamos por su esfuerzo. Y ellos, también, nos permitieron conocer los campos y las carreteras de España durante tres temporadas, abandonados todos a nuestra suerte. Pese a lo que pueda pensarse, aquella fue una feliz travesía en la que todos aprendimos una barbaridad.

Las cosas han cambiado mucho. Para bien, aunque siga siendo todo la mar de complicado. Si los de Arrasate casi le levantan la liga al cuadro de Simeone, podían amargarle la vida a un equipo al que no se le puede poner un pero en todo el ejercicio. Los planteles han llegado al final de la liga con el piloto de reserva encendido. Al que no le duele un pie, le duelen dos. Pero existe una fuerza interior que se relaciona con el amor propio, el compromiso, la solidaridad y la buena relación del vestuario. Y cuando me refiero a ello, incluyo también a los técnicos. Que un recién llegado como Silva decida regalar a sus compañeros un par de botellas de vino de su propia cosecha, va mucho más allá del gesto material. ¡David, moñoño, ya me gustaría probarlo! No sé si ayer corrió el vino blanco canario por el vestuario txuri-urdin, pero seguro que recato hubo poco, quizás menos que en la final de Sevilla. No seré yo quien no valore la temporada como se merece. Más que digna participación en la Europa League, para caer ante un equipo que va a disputar la final. Alegría descomunal por lograr la Copa del Rey tantos años después y sombrerazo al trabajo en la liga. ¡No hay quinto malo! El mejor de todos después de los monstruos. Si a eso añadimos todo lo que el grupo soportó en el camino, solo cabe pegar un sombrerazo. Por todos, desde la cúspide de la entidad, hasta quienes no aparecen en la fotografía, tal y como destacaba Mikel Oyarzabal al final del partido.

Es cierto que ayer debimos esperar con nerviosismo hasta el tramo final. Era obligatorio ganar en Iruñea. Durante unos minutos, estuvimos fuera de todo. El Villarreal (suerte en la inmediata final) ganaba en Valdebebas y el Betis, en Balaídos. ¡Matarile! El reloj corría más rápido que Usain Bolt o Florence Griffith. La cabeza dando vueltas y supongo que en el césped también. Llegó la falta que puso Januzaj y remató Isak. Los dos fueron los primeros en abrazarse. ¿Seguirán juntos el curso que viene? El sueco metió zancada para llegar hasta el belga y darle las gracias por el balón que situó en la zona de los líos. El gol subió al marcador y la piña se hizo enorme. Se aporrearon unos a otros y en muchas casas del territorio seguro que saltaron lágrimas de alegría. Este equipo ha hecho tanto por la gente que lo pasa mal, por la sociedad guipuzcoana, por sus seguidores que no será fácil agradecerles tanto esfuerzo. Han hecho muchas veces de tripas corazón, han tirado del carro como bestias, por encima de pandemias, virus, confinamientos, lesiones y lo que queráis. Incluso, alguno para no faltar se fue a un hotel para no contagiarse. Máxima tensión por dentro e imagen de normalidad al exterior.

¡Riau, riau!, como en el vals de Astrain. Todos detrás del grupo, en alegre kalejira, disfrutando del logro conseguido, sin poder recibir ni un minuto el aliento de los miles de partisanos que se sienten orgullosos de semejantes conquistas. El valor de la pertenencia, de los liderazgos, de la confianza en las propias fuerzas, de la superación de los problemas. ¡Tantas cosas que en este tiempo conviene no perder de vista! El que se pierde soy yo, porque a esta hora bajo la persiana. Turno para Moldavia en el escenario de Róterdam. No creo que vaya de vacaciones hasta allí, pero que me piro lo saben hasta en Honolulú, salvo que a nuestro redactor jefe se le ocurra un especial y me pida colaborar en el suplemento. ¡Riau, riau!