l pasado jueves, en la tertulia de COPE Gipuzkoa, me preguntaron si de niño me cogía los mismos berrinches que Imanol cuando perdía la Real. Ya lo saben, el técnico declaró el año pasado, con su habitual naturalidad, que se encerraba en su habitación a oscuras a llorar. Uno con el paso del tiempo relativiza bastante los disgustos y los fracasos. Sí que recuerdo alguna derrota bañada en lágrimas en la que una hora después mi aita pasó de modo consuelo a modo enfado. En ese momento me abroncaba para que entendiera que no podía tomármelo así cada vez que la Real no sacara un duelo adelante, algo comprensible ya que nuestra historia está llena de victorias heroicas, pero también de derrotas, algunas duras y difíciles de asimilar. Bueno, como la de todo hijo de vecino. Mi respuesta a mis compañeros, entre risas, fue que la gran diferencia es que ahora mis enfados son públicos, porque desde hace más de quince años se pueden leer en un kiosko, con todo lo que ello conlleva€

Yo no creo que nos hayamos acostumbrado mal, porque de ganar mucho uno no se cansa nunca.

Uno de los problemas que estamos teniendo es que las expectativas que ha generado el propio equipo, el que fue líder en el primer tercio de Liga y el que venció luego dos duelos de 17, han sido tan altas que cuando pierde nos estamos agarrando auténticas rabietas que nos transportan a otras épocas más infantiles. A mí el primero. Los más exigentes recordarán con escozor que era un año especial con cinco competiciones y ya hemos caído en tres. Un dato irrebatible. Los más conformistas, que no realistas porque ese análisis lleva implícita la subjetividad, matizarán que los verdugos han sido el Barcelona, que casualidad o no, ha protagonizado varios de sus mejores momentos esta campaña contra la Real; el Manchester United, contra el que lo que fallaron fueron las formas de caer; y el Betis, sexto en la clasificación, en una eliminatoria a partido único en su estadio y después de jugar con uno menos toda la segunda parte y la prórroga tras un atropello arbitral inexplicable. Datos irrefutables, también.

Entrados en el mes de la madre de todas las batallas, que sin duda decantará la balanza entre los que ven el vaso medio lleno o medio vacío, el primer aniversario del partido de vuelta de Miranda nos hizo recordar allí donde fuimos felices. Hay victorias que marcan el camino y cambian el signo de la historia. Uno de los ejemplos lo puse hace poco en estas mismas líneas y fue el famoso 1-3 en Soria el año del ascenso. La de Anduva fue otra de esas, más que por lo que sucedió en el terreno de juego, por la demostración de poderío y confianza en sus posibilidades que fue retroalimentando el realismo en las tres semanas que separaron los dos duelos de semifinales. Algo que deberían tener muy en cuenta los coach, psicólogos o parecidos que piensen trabajar la parcela mental para el encuentro más importante de las carreras de los jugadores (me sorprendió el sincero elogio de Zubeldia a Ibarrondo y la importancia que le dan los futbolistas a su trabajo).

Lo mejor es que el origen estuvo en el punto más negativo y pesimista de la idiosincrasia guipuzcoana. Ya se nos ha olvidado, pero tras el 2-1 de la ida, se puso todo negro. La sala de prensa parecía un funeral, algún periodista vecino, con su equipo implicado aún en la competición, paseándose con media sonrisa cínica y la afición abandonando el estadio en silencio, casi resignada. Si hasta Imanol salió y declaró que el equipo no había dado su nivel porque le había abrumado la exhibición de apoyo ofrecida por su entregada hinchada. Fue un clamoroso ejemplo de que nos vino todo grande y que no estábamos preparados. Pero al contrario de lo que muchas veces ha sido habitual y evocando el espíritu Toshack en la semifinal de 1987, cuando convenció a casi todos de que se iba a pasar en San Mamés a pesar del 0-0 de la ida en Atocha, cuanto más se fue acercando la fecha más grande se hizo la Real. El mensaje que emanó del vestuario es que los jugadores estaban extrañados por el bajón que flotaba en el ambiente y que no iban a dejar escapar una oportunidad única. Pero lo más destacado fue que, al contrario que muchos derbis, en los que arrancamos fuerte la semana y según se va a acercando la hora del partido hemos menguado de forma incomprensible, su propia afición se vino arriba y el mismo día del encuentro pocos dudaban de que lo normal era que se clasificara para la final. Y eso que durante la tensa espera hubo que sufrir dos temas bastante ofensivos como las famosas horas de descanso de más que iba a tener con el Mirandés y el duelo de Ipurua postpuesto supuestamente por su interés. Pero nada consiguió descentrarnos. La Real cerró filas y se marcó un objetivo, ganar a Valencia y Valladolid en Anoeta en los dos partidos que tenía entremedias. Si se les ha olvidado la comunión afición-equipo, miren las imágenes de la grada patas arriba tras el golazo de Januzaj que ponía el 3-0 frente a los ché. Más se sufrió ante los pucelanos, a los que se batió por un ajustado 1-0.

Los que han saboreado las mieles de la gloria dicen que para disfrutar y valorar de verdad las victorias hay que perder mucho. Ese requisito lo cumplimos con creces. Pero llegados a este momento, con la madre de todas las batallas a la vuelta de la esquina, tenemos que volver a llevar a la práctica la fórmula que sabemos que conduce o más nos acerca al éxito, y esa no es otra que ganar y ganar y volver a ganar y ganar. Ahora más que nunca cabeza fría, concentración, tranquilidad, confianza plena que se reforzará con triunfos, serenidad y a lo nuestro. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Solo a nuestro camino. Que la Real también está muy bien. Incluso mejor que en navidades. Poner la primera piedra ante el Levante será algo parecido al movimiento de oca a oca y tiro porque me toca que es el juego que nos ocupa ahora. La partida de ajedrez ya la afrontaremos cuando estemos frente a frente con la cara pintada de txuri-urdin a lo William Wallace en Braveheart. ¡A por ellos!