La fragilidad de la vida nos sobrecoge y casi siempre nos sorprende en fuera de juego. Muchas veces vemos en la televisión a ídolos de los deportes, auténticos dioses en sus disciplinas, y nos creemos que son inmortales. Pero son de carne y hueso. Como nosotros. Van al baño y, si se estrella el helicóptero en el que viajan, se matan. Ya no soy mucho de la NBA. Me cansó hace tiempo. Yo era de la época incluso anterior a Andrés Montes. Y mira que me divertían sus retransmisiones en el basket. Pero ya no me enganchaba. Mi gran ídolo americano fue Magic Johnson, por lo que, en consecuencia, siempre he sido de los Lakers. Salvando las distancias, el malogrado Kobe Bryant también me proporcionó muy buenas alegrías, sobre todo cuando jugaba con su amigo Pau Gasol. Pero ya no era igual.

Resulta curioso, porque todo lo chulo y arrogante que parecía en la pista, en la que se jugaba casi todo desde posiciones inverosímiles, se disipaba cuando abandonaba el parqué. En todas las entrevistas que le he escuchado, sea en inglés o en ese castellano americanizado propio del anuncio de Fritos de maíz, y al margen de errores en su vida, que los ha tenido y alguno muy grave, siempre respetaba a todos sus rivales y acababa cayéndome de forma inmejorable. Toda mi vida he tenido predilección por esta clase de héroes que, parafraseando a Los Secretos, se volvían vulgares, o mejor dicho normales, al bajar de cada escenario. Y ese punto de vulnerabilidad, que a mí me encanta porque convierte a las estrellas en personas terrenales, acaba provocando que, cuando les sucede una tragedia, me conmueva mucho más.

No se puede discutir que Kobe ha sido uno de los más grandes. Él también se acercaba al famoso artículo 34 con el que definía el inmortal Montes a Shaquille O’Neal que rezaba, según su versión caricaturizada, en “hago lo que quiero, cuando quiero y como me da la gana”.

Cuando estaba a punto de retirarse, en una de las entrevistas que le preparó el propio club, le preguntaron qué haría si tuviese una máquina que le permitiera viajar en el tiempo. Su respuesta, pragmática, no tuvo desperdicio y se puede aplicar en todos los ámbitos de la vida: “Si pudiese volver atrás, jamás la usaría. Imagínate. Si no, cada momento que pasaste no significa nada, porque siempre podrías volver otra vez y repetirlo. Entonces pierde su esencia y su belleza. Las cosas tienen su final. Los momentos nunca volverán. Tener la posibilidad de vivirlos de nuevo es una tontería para mí”. Después le cuestionaron sobre lo que sentiría la última vez que se quitara la camiseta y sus palabras conmueven después de su tragedia: “Mucha paz, muy agradecido por estos veinte años que he vivido y”, esbozando esa peculiar y cautivadora media sonrisa, “listo para irme”. Imposible no quedarse tocado ahora.

Una máquina del tiempo? ¿se imaginan? Lo siento por Kobe, ya que voy a desnaturalizar su magnífica afirmación, pero me temo que yo no aguantaría sin pasarme un par de horas cada día por Gijón el 26 de abril de 1981. Ya puestos, imagino que me incorporaría a la grada relajado y confiado, donde ya se escucharían entre la agonizante parroquia txuri-urdin frases del tipo “pero ya está aquí otra vez el optimista este de las narices”, antes de fundirme en el abrazo de gol más increíble e interminable de mi vida. El mismo que siempre me han contado todos los familiares y amistades que lo pudieron festejar in situ en las gradas de El Molinón. De paso, por puro vicio y por la consiguiente incapacidad para controlarme que me generaría, alguna vez también me dejaría caer por Atocha el día del segundo título ante el Athletic o me animaría a pasar un poco de calor en la tanda de penaltis de Zaragoza. Bueno, la primera parte de esa final quizá también la volvería a ver más de una vez, con esos dos memorables goles?

¿Y qué hacemos con la mancha negra en la Copa? No creo que haya nadie tan masoca como para plantearse revivir la lista de ridículos que terminó por convertirse en el hazmerreír de su propia gente el proceso que iba desde el sorteo hasta la consecución del sonrojante batacazo anual. Pese a todo, si me dieran a elegir, reviviría algunos partidos a muerte, con ese aroma copero que desprendía Atocha cuando la Real se jugaba la vida bajo sus focos las noches entre semana.

Imanol lo ha conseguido. El primer año que han cerrado el estadio, con un formato a partido único, fácilmente mejorable, ha logrado que su equipo se convierta en el más solvente del torneo hasta la fecha con catorce goles a favor y ninguno en contra en las tres primeras eliminatorias. Ha enganchado hasta a la Generación Perdida, la que no conoce alegrías y se tomaba a chufla el torneo más bonito. Hoy, el general oriotarra nos tiene a todos preparados para vivir una noche mágica que nos haga soñar con otro título, al que volver en el futuro con la máquina para disfrutarlo de nuevo.

Kobe, gran aficionado al fútbol, seguro que hubiese paladeado como ninguno un choque a cara de perro de 90 minutos contra un vecino que llega acompañado de más de mil aficionados en la grada. La Mamba Negra era un gran optimista y sabía explotar al máximo lo que significaba el concepto carpe diem: “Disfruta la vida. La vida es muy corta como para estar triste o desanimado. La vida sigue, sonríe y sigue con ella”. Aunque nos haya dejado tristes, seguiremos adelante con normalidad, como a él le hubiese gustado. One club man, el jugador que más temporadas ha jugado en los Lakers. El mismo que gravemente lesionado, con el tendón roto, volvió a la cancha para tirar y encestar dos tiros libres. Una simple cuestión de amor y de compromiso. Como muchas de las que vivimos entre los nuestros. Pocos se crecían como él en los encuentros importantes. El de esta noche en Anoeta es el más trascendental del año. Todos debemos tenerlo muy en cuenta. No se puede fallar, solo vale soñar. Como tantas veces hizo el gran Kobe. Goian Bego. ¡A por ellos!