El premio era goloso. E importante. Los dos equipos lo sabían. Por eso actuaron como actuaron. Porque siempre o casi siempre lo hacen así. Y porque su forma de proceder cobraba ayer una relevancia extra. Real y Celta arriesgaron en la salida de balón. Presionaron muy arriba cuando no lo tenían. Y rebosaron electricidad en las disputas de la medular cada vez que un esférico quedaba dividido. El objetivo no consistía en marcar gol. Residía simplemente en atacar, ya que el mero hecho de lograrlo implicaba por sí mismo estar muy cerca de celebrar un tanto. La explicación, sencilla: se enfrentaban dos equipos tan peligrosos en lo ofensivo como desequilibrados a la hora de proteger a sus porteros.

La teoría previa decía que Eusebio y Unzué alineaban en los extremos derechos a Canales y a Iago Aspas. En la práctica, no hubo nada más lejos de la realidad. Cántabro y gallego jugaron por dentro, haciendo daño a la espalda de los pivotes, y dirigiendo los avances de Real y Celta. Los txuri-urdin, más pausados y elaborados. Los celestes, más directos. Aunque poco importaba el cómo. Cuando las cartas quedaban marcadas, cuando se sabía quién atacaba y quién defendía, las delanteras tenían las de ganar.

Lástima que la Real no aprovechara antes del descanso un panorama que, en líneas generales, le otorgó más opciones que al Celta, penalti incluido. Y es que la película cambió en la segunda parte, disputada, comprensiblemente, a un ritmo inferior. El rival apretó menos. Esperó más y con más gente. Y a los nuestros les costó encontrar los pasillos interiores y las superioridades del inicio. Controlaron bien, eso sí, las amenazantes contras gallegas. Hasta que defendieron mal un córner. Cruel derrota. No estamos para tirar cohetes. Pero todo nos pasa. Una cosa no quita la otra.