Estos días se habla del riesgo de una acción nuclear rusa en Ucrania, eventualidad improbable pero no imposible que nos obliga a debatir sobre la posición que Europa y la OTAN deben adoptar.

Para evitar equidistancias es necesario reconocer que el riesgo provendría, por lo que sabemos, de una acción rusa. No cabe por tanto el discurso que reparte culpas: “entre unos y otros nos van a llevar a…” Lo cierto es que si Rusia no iniciara una escalada nuclear el debate terminaría, de la misma forma que si abandona la agresión la guerra terminaría. El análisis debe comenzar por ende por asentar la responsabilidad rusa tanto por iniciar la guerra como por avivar el riesgo nuclear. Al resto de actores les corresponderá la responsabilidad sobre el acierto o desacierto en esa tarea de dificultad inconcebible que consiste en alejar la escalada sin premiar el crimen. Quien crea tener una respuesta sencilla, segura y efectiva para conseguirlo ignora la ingobernable complejidad del conflicto.

Hay quien opina que necesitamos rebajar el lenguaje belicista para no provocar esa escalada militar. Suena sensato y lógico, pero no es tan claro que esta estrategia funcione. Rusia entiende cualquier rebaja de tono como una concesión, como una muestra de debilidad, como una renuncia internacional a poner límites a sus ambiciones imperiales y consecuentemente como una invitación a redoblar sus esfuerzos de guerra y ocupación. Quizá no sea buena idea dar a entender a Putin que sus crímenes podrían quedar impunes o que serán premiados con concesiones contrarias al derecho internacional tales como la anexión de territorios o el control sobre otros estados.

Es por eso que otros creen que la comunidad internacional debe hacer saber a Rusia que cualquier operación nuclear conllevaría las respuestas más graves. Esta estrategia implica el riesgo de elevar un clima de escalada verbal, pero no necesariamente aumenta el riesgo de conflicto militar de forma lineal y automática. Verbo y riesgo no siempre caminan en paralelo en la lógica de la disuasión nuclear.

Ofende nuestra sensibilidad que tengamos que hablar de cómo gestionar una guerra. Quisiéramos aferrarnos a la idea de que rechazando la guerra la guerra se alejará. Pero no parece claro que esa política resulte efectiva cuando hay un estado agresor que usa la fuerza militar para imponer su voluntad.

Ceder ante el chantaje nuclear para alejar ese horror podría paradójicamente estimular que las potencias nucleares se reamen y que las potencias que no lo son aspiren a serlo, puesto que se habría demostrado que estas armas constituyen la carta definitiva, rápida y económica, para ganar un conflicto.

He dedicado mi vida profesional al estudio y la práctica del Derecho Internacional y de los Derechos Humanos. Llevo años participando en el sistema de tratados de la ONU. Ofende mi sensibilidad reconocer que en ocasiones la palabra y la pluma, el argumento y el derecho, la diplomacia y la negociación, siendo necesarias no son suficientes por sí solas para parar un conflicto. Pero más me ofendería a mí mismo si callara en tiempos de crisis lo que honestamente creo, especialmente tras haber conocido la diplomacia rusa en acción.

Nuestras abuelas resolvían las discusiones entre hermanos con aquello de que dos no se pelean si uno no quiere. Me temo que ese principio no se aplica aquí. Estamos en guerra porque Putin lo ha querido. Los demás buscan el fin de la agresión y por eso deben resistirla.

Si queremos un mundo sin armas nucleares la mejor vía es asegurar que el chantaje nuclear no tiene éxito. Si se tratara de decidir qué ofende más nuestra sensibilidad, sería fácil resolver el dilema. Pero si se trata de saber qué decisiones nos alejan del abismo, la respuesta no parece tan evidente. Podría darse la paradoja de que una posición fuerte ante el chantaje nos acercara a la paz y una más suave nos alejara de ella.

Terribles tiempos en que tenemos que hablar de esto. Pero negarnos a considerarlo no nos ayudará.