l juego electoral, la competencia entre partidos, está llevando la política a un terreno sumamente contaminado en el que las palabras levantan muros en lugar de acercar posiciones y cuando lo logran es para poco tiempo. Hace muchos años que no hay debates políticos de esos que suministran a la sociedad insumos para pensar y alimentar la formación de opiniones inteligentes. Lo que ahora se lleva son las soflamas, las descalificaciones, la sectarización del campo propio frente a los demás, como instrumento político.

No tengo mucha esperanza en que la cosa mejore, habida cuenta el bajo nivel intelectual y moral que inspira a las políticas y políticos, más preocupados en preservar su sillón, que reporta buenos dividendos, que en cultivar la verdad y el entendimiento. Claro que no es lo mismo el campo progresista que el conservador, y no digamos ya el ultraderechista.

Los cargos públicos deberían pasar por cursillos donde se enseñe a hablar, como se hacía en la antigua Grecia. Eso lo primero. Fíjense, qué país es ese que puso de presidente a un señor que ha dicho frases como estas durante el ejercicio de su cargo: "Los españoles son muy españoles y mucho españoles", "ETA es una gran nación", "Es el vecino el que elige el alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde". Esta maltrecha exhibición del lenguaje, en boca de un presidente de Gobierno, ¿no es motivo para su retirada, por incapacidad? Cada vez se habla peor en las instituciones. Claro que, para montar broncas y ejercer el insulto como método de discusión no hace falta mucha materia gris. Un ejemplo vasco es un político de derechas cuyos discursos desvelan, aunque no siempre, unos lapsus que hacen pensar que se extravía en su propio discurso, atropellos aparte.

Pero más importante es aún que se esté haciendo del lenguaje, del uso de determinadas palabras, un campo de batalla sin final previsto. Es la guerra de las palabras.

El telón de fondo de esta guerra está formado por tres características: la simplificación de las ideas, la personalización del mensaje y el impacto emocional que está en la base de la manipulación. ¿Cuál es el escenario idóneo para esta triada? Los medios de comunicación. No es el Congreso o el Senado, son los platós y en menor medida las redes sociales. El presidente actual de El Salvador, Nayib Bukele, experto en comunicación, ganó con holgura las elecciones presidenciales en 2019, sin acudir a ningún debate, usando Twitter como herramienta preferente. Utilizó el enfoque y las palabras adecuadas para canalizar el malestar social contra el bipartidismo de derecha-izquierda. No le hizo falta mucho más.

La dialéctica de las palabras en la política del Estado español dramatiza al máximo la confrontación política, trasladando a la sociedad la percepción de que el conflicto siempre triunfa sobre el debate. Las palabras, democracia, libertad, igualdad, decencia, transparencia, patria y otras muchas son colinas a conquistar en un contexto de batalla permanente. Conquistar es aquí hacerse poco menos que dueño de palabras a las que dar el significado que interesa. La derecha lo está haciendo bastante bien. En poco tiempo ha robado la palabra libertad de las manos de la ciudadanía progresista para unirla a la bandera del involucionismo y de la revisión del franquismo.

En todo caso hay una palabra que, de un tiempo a esta parte, destaca sobre las demás: es la palabra condena. Para un sector de la población es la única manera lingüística posible de rechazar con coherencia la violencia de ETA; para otro sector, la reprobación es su manera de decir que esa violencia nunca debió producirse. Son dos maneras de llegar a la conclusión de que la violencia de ETA estuvo mal. Hay que comprender que todo lo ocurrido está todavía cercano y cada parte utiliza las palabras que mejor pueden ser recibidas por sus apoyos sociales en beneficio de la construcción de la paz. Donde algunos se comportan como más papistas que el papa, otros, como Jesús Eguiguren, no por casualidad saludan como muy positiva la declaración de Arnaldo Otegi.

Se trata de una escenificación, casi teatral, simbólica en todo caso, donde se disputa la hegemonía del relato. Lo cierto es que el Gran Diccionario de Sinónimos de Fernando Corripio, admite diferentes formas de condenar algo o a alguien. ¿Por qué entonces semejante pelea sin cuartel en torno a una palabra que unos consideran imprescindible y otros sustituible, por ejemplo, por las palabras reprobar o rechazar? Que una palabra impida firmar por unanimidad en el Parlamento Vasco, una declaración breve contra la violencia de ETA, pone de relieve el fracaso no ya de la política sino de quienes ocupan los escaños. A falta de ingenio y generosidad deberían reflexionar sobre la eficiencia con la que ejercen sus cargos.

Este debate creo que da la medida de un debate chato, sesgado, simple, cuando debería hacerse con la mirada en alto. La voluntad sucumbe a la tentación sempiterna de poner al otro peor de lo que ya pueda ser.

Pero el debate promete seguir igual porque el enroque funciona en clave electoral. Otra vez la política manejada desde la simplificación interesada y la manipulación de sentimientos para conseguir votos e imponer relatos. Sí, el lenguaje político es hoy tóxico. Mete tanto ruido que no deja que se escuche la voz de sectores sociales que exigen que se aproximen los lenguajes y, con ello, las palabras puedan ser el cemento de una unidad de denominadores comunes. No puede ser que la palabra condena sea el gran problema. Somos dueños de las palabras, no sus esclavos. Lo electoral puede esperar.

El caso es que, en un escenario dominado por los medios de comunicación y la circulación de signos, las palabras tienden delgadas redes que nos atrapan y de las que es difícil salir. No es tan inteligente quedarse pegados a una sola forma de decir. Si se desea, siempre es posible el acuerdo para usar palabras que puedan satisfacer a unos y otros. Los esquimales nombran la nieve de muchas maneras. Entre nosotros, las conversaciones sociales no se bloquean por el uso diferente de las palabras. Lo hacen cuando los políticos construyen significados de manera unilateral y utilizan el lenguaje para maltratarse y levantar trincheras. Lo cierto es que en democracia en principio era la palabra para la deliberación, hoy en día los políticos aburren, se repiten fatigosamente.

Alrededor de las palabras, la política corre detrás de las cámaras y de los media, tratando de capturar la atención. Los voceros políticos son dirigidos por la opinión encuestada. Sus opiniones son como disparos formados por acusaciones a los rivales, al tiempo que la judicialización de la política embarra el tablero de juego. La confrontación en torno a la palabra condena, mantiene viva la crispación y tensiona las aspiraciones electorales.

A mí me hubiera gustado que la palabra condena formara parte de la declaración de Otegi. Pero no es así. En consecuencia, más allá de la superficie de las palabras me quedo con lo que sí dice y lo valoro como un paso muy importante que mira a un futuro sin violencia política.

Aquí, el sofista Protágoras tendría mucho trabajo.