hubo monarcas absolutos que quisieron abolirla, como Felipe V o Carlos IV, otros fueron aficionados y hasta ganaderos, como Fernando VII. Hubo Papas que amenazaron con la excomunión a quienes tomaran parte en los festejos taurinos y otros que levantaron las prohibiciones. Hubo, en el siglo XIX, liberales que propugnaron la abolición (Jovellanos, De Burgos, Oliván) y otros que impulsaron la fiesta (Ordóñez, Narváez, Cánovas). Ha habido en el siglo XX aficionados de derechas (Ortega y Gasset, Pemán, Zuloaga, Vargas Llosa) y de izquierdas (García Lorca, Indalecio Prieto, Picasso, Tierno Galván), abolicionistas de izquierdas (Noel, Gala, Saramago, Forges) y de derechas (Fernández Flórez, el cardenal Gomá, el conde de Bailén, Punset). Durante la Guerra Civil, hubo corridas de toros para recoger fondos en ambos bandos, hubo toreros republicanos y hubo toreros franquistas. Por haber, hubo hasta destacados nacionalistas catalanes aficionados a los toros, como Macià y Compayns, o un portavoz de Herri Batasuna, Jon Idigoras, que de joven ejerció de novillero.

Sin embargo, en los últimos años se va imponiendo la percepción de que la fiesta de los toros es de derechas y ultraespañolista. Parte de la culpa la tiene la agresiva defensa ejercida por el PP, que llevó a la aprobación de una ley que declara la tauromaquia como patrimonio cultural. Como aficionado a los toros, creo que tal medida no está justificada y produce más daño que beneficio: a veces el fuego amigo es el más peligroso. Identificar la tauromaquia como “fiesta nacional”, aunque sea con la renovada terminología de “patrimonio cultural español”, desconoce que en todas las regiones españolas no ha gozado del mismo arraigo, que la mayoría de los españoles no siente el menor interés por ella y que es una fiesta que también se celebra en otros países de Europa y América. Pero, además, tiene el efecto perverso de extender el rechazo que produce la ideología del PP, conservadora y nacionalista española, a la tauromaquia. La prohibición de los toros en Catalunya (anulada por el Tribunal Constitucional, pero que ya ha producido sus efectos) tiene mucho que ver con esa falsa identificación de españolismo y toros y con la correlativa de catalanismo y antitaurinismo. En Navarra, en particular, desde los cambios de gobiernos foral y municipales de 2015, la derecha viene afirmando que los nacionalistas y la izquierda, unidos en el perverso cuatripartito, quieren acabar con los espectáculos taurinos, incluido el encierro de Pamplona (en realidad, en su apocalíptico mensaje denuncian que quieren acabar con todo, con la religión, la familia, la propiedad, el orden, el tren, los fueros, la bandera, las tradiciones, con Navarra entera, no iban a ser excepción los toros). Pero no toda la confusión es achacable a la derecha. Entre muchos militantes de la izquierda se ha instalado también el pensamiento simple de suponer que ser de izquierdas implica ser animalista y antitaurino y, con frecuencia, los medios de comunicación caen en el mismo estúpido reduccionismo que lleva a pensar cosas como que todos los católicos son de derechas y todos los ateos de izquierdas, y viceversa, o que todos los ricos son de derechas y los que son de izquierdas tienen que ser pobres.

Lo cierto es que la mayoría de los partidos políticos de izquierda no incluyen en sus programas electorales la abolición de la tauromaquia. En general, se cuidan de abordar la cuestión, probablemente, porque entre sus afiliados, y entre sus votantes, hay aficionados a los toros y partidarios de su prohibición y es una cuestión molesta, aparte de poco prioritaria. Aunque la Wikipedia (una buena fuente para conocer bulos y tonterías de general aceptación) afirme que Izquierda Unida (IU) reclama la abolición de la tauromaquia, en mis muchos años de militancia en esta organización jamás he presenciado un debate al respecto ni he leído esa propuesta en los programas electorales. Sí se incluyen medidas genéricas de protección de los animales o de eliminación de subvenciones a los festejos taurinos, pero sin plantear su prohibición. Cuando algunos portavoces o cargos públicos de IU se pronuncian por la prohibición de la tauromaquia, expresan su opinión personal, tan respetable como la contraria, pero no una postura debatida y consensuada. Por lo que he visto, lo mismo sucede en los programas electorales de Unidos Podemos, Podemos, PSOE o EH Bildu. Sí son explícitamente abolicionistas Equo y, obviamente, el extraparlamentario Partido Animalista.

Hay voces que reclaman un debate sobre la pervivencia de los espectáculos taurinos. Bienvenido sea el debate, sobre este o cualquier otro tema, en una democracia. Este debate debiera iniciarse en el seno de los partidos políticos, ya que en la mayoría de ellos está pendiente. Pero para ser tal debate, no puede sustentarse en la acusación a los partidarios de la tauromaquia de torturar o asesinar y de ser unos bárbaros crueles, porque esa manera de abordar la cuestión y la apelación a sentimientos de indignación impide cualquier diálogo y desemboca en el cruce de monólogos. No cabe hablar sobre si se permite o no un asesinato. Habrá que empezar debatiendo, serena y racionalmente, si puede calificarse la fiesta de los toros como asesinato o tortura, lo que lleva indefectiblemente a la cuestión de si los toros tienen derechos, si los animales tienen derechos y por qué, y si los tienen todos los animales o solo algunos, y cuáles y con qué fundamento, y sobre qué podemos considerar un animal (ni siquiera la ciencia tiene respuestas definitivas), y si los derechos se pueden extender a otros seres vivos, como las plantas, que según algunos científicos también tienen sentimientos. Y sobre si los derechos de los animales tienen prioridad sobre los derechos humanos, o no, y si el sufrimiento humano es igual o no al sufrimiento animal. Y sobre si, incluso aunque los toros no tengan derechos -esa es mi opinión: los derechos solo son predicables de los humanos-, deben ser objeto de protección y, entonces, con qué base, hasta qué punto, hasta el de abolir o no los festejos taurinos, o solo hasta dejar de subvencionarlos y que acuda quien quiera, o solo prohibir los que lleven la muerte, o solo permitir los que acrediten tradición, o los menos cruentos, o los que sean económicamente rentables. Y también habremos de debatir si la protección de los animales nos ha de llevar, no solo a abolir la tauromaquia, sino también a abolir la ganadería y la pesca y dejar de consumir productos animales y hacernos veganos, o solo a evitar algunos productos animales, o a regular la producción para evitar sufrimientos, cuáles y hasta dónde. O si, perdón por la expresión taurina, nos conformaremos con un brindis al sol como el que se permitieron en Canarias en 1991 prohibiendo los espectáculos taurinos (que ya no se celebraban por ausencia de aficionados y de rentabilidad) pero regulando las peleas de gallos (que sí contaban con su público).

En fin, que materia para un amplio debate político hay, pero sin apelar a los sentimientos de identidad nacional, de indignación animalista o de sublimación artística.