Con una inflación del 10,2% registrada el pasado mes de junio, lo que supone que el gasto familiar ha aumentado en 3.500 euros, fundamentalmente por el incremento de los precios de los productos alimenticios, transporte, etc., parece que un gobernante debería presentar un plan de choque con una batería de medidas para paliar de algún modo los perniciosos efectos que está teniendo la desbocada subida de los precios, en vez de centrarse, casi exclusivamente, en poner en marcha nuevos impuestos a las empresas energéticas y a la banca con el objetivo de recaudar 7.000 millones de euros que, como siempre, saldrán de los bolsillos de los ciudadanos.

Algo no funciona

El presidente del Gobierno central, Pedro Sánchez, sacó el conejo de la chistera en el reciente Pleno sobre el Estado de la Nación y como un buen mago provocó la sorpresa de propios y extraños, incluso entre los miembros de Unidas Podemos del ejecutivo de coalición, que se enteraron de la medida en el mismo hemiciclo.

Todo un pase por la izquierda a sus socios de gobierno, que no tuvieron más remedio que aplaudir una iniciativa que rebosa grandes dosis de un populismo que busca empatizar con la ciudadanía, recuperar el liderazgo cuestionado en las últimas elecciones andaluzas y coser las costuras internas del Gobierno de coalición para el año y medio que resta de legislatura.

Sorprende que unas medidas de este calado hayan sido anunciadas sin conocer previamente el procedimiento para poder ejecutarlas y las consecuencias que su aplicación pueden suponer, teniendo en cuenta que al final los paganos de este tipo de decisiones impositivas a sectores o empresas siempre son los ciudadanos en su conjunto. Y ello, a pesar de que la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, diga que se va a prohibir repercutir en los precios finales que pagan los consumidores la nueva carga fiscal. Siempre ha sido así y me temo que lo seguirá siendo.

Llama la atención que unas medidas que tratan de combatir la inflación no tengan también en cuenta el sector de la distribución y de alimentación, en donde productos de consumo básicos en la cesta de la compra, como el pan, los huevos, el aceite o la leche han experimentado importantes subidas de precios, sin que ese aumento haya repercutido también en los productores. También se observa una falta de sensibilidad hacía el mundo de la industria que está sufriendo también un aumento de los costes de las materias primas y los suministros o medidas fiscales como la deflactación de la tarifa impositiva del IRPF. En los días previos a la celebración del Pleno en el Congreso se esperaba que Sánchez lanzara una batería de ayudas sociales que, al final, no se produjo.

Con este pretendido giro populista y de achique de espacio para aquellas formaciones políticas que se sitúan a la izquierda del PSOE, Sánchez ha puesto en marcha unos nuevos impuestos a las empresas energéticas y a la banca –en este caso, convirtiéndose en la primera gran economía europea que lo aplica, siguiendo los pasos de Hungría–, con los que desde un punto de vista político y social nadie parece estar disconforme, a pesar de que una vez más se ha puesto el mundo por montera y ha obviado la realidad competencial y fiscal de Euskadi.

Si los nuevos impuestos tienen como referencia los beneficios de las empresas energéticas y financieras, las Haciendas vascas tienen mucho que decir porque el impuesto de Sociedades es competencia foral. Dependiendo del diseño que se haga de los nuevos impuestos puede suponer una afectación de la recaudación de las haciendas vascas, teniendo en cuenta que en la CAV tienen su sede fiscal empresas como Iberdrola, Petronor y Bahía de Bizkaia Gas y los bancos BBVA y Kutxabank. Hay que tener en cuenta que Petronor es el mayor contribuyente de la Hacienda de Bizkaia y que sus aportaciones suponen el 11% del total de la recaudación.

Y mientras, Sánchez no tiene en cuenta la singularidad del Concierto Económico, que establece una relación de bilateralidad con el Gobierno Vasco, cuando se ponen en marcha nuevas figuras impositivas por parte del Estado, en lo que supone toda una invasión competencial, el presidente del Ejecutivo español ha vuelto a jugar de trilero y a justificar su negativa a transferir cuatro competencias acordadas con el Gobierno Vasco como Meteorología, Ordenación del Territorio, Fondo de Protección a la Cinematografía y las autorizaciones iniciales de trabajo para personas inmigrantes –un aspecto importante en este momento en la economía vasca por la falta de mano de obra en las empresas–, porque “los ministerios respectivos se han mostrado en contra de que sea posible negociar ese traspaso”.

Es todo un sarcasmo que el presidente de un Gobierno se justifique en bloquear el cumplimiento del estatuto de Gernika, alegando una oposición de sus ministros al cumplimiento de una ley orgánica que se halla inconclusa desde hace ya 43 años. Semejante afirmación ofrece dos escenarios: uno de ellos es que Sánchez no lidera su Gobierno y que sus ministros hacen de su capa un sayo, como lo ha estado haciendo el de Seguridad Social, José Luis Escrivá, con la transferencia del Ingreso Mínimo Vital (IMV), situación, cuando menos, improbable. El segundo, que Sánchez, de manera unilateral, ha dado por concluido el estatuto de Gernika y que, coincidiendo con la trayectoria histórica del PSOE, nunca ha estado en su agenda, sino es por la vía de la necesidad y urgencia que se traduce en poder contar con los seis votos del PNV en el Congreso para sacar adelante sus iniciativas. La historia se repite.

Resulta preocupante que un gobernante con ese nivel de responsabilidad pueda actuar con esta frivolidad e incumplimiento de los acuerdos, en una muestra más de lo que para algunos es la política: una herramienta al servicio partidista y de perpetuación del poder y no al servicio de los ciudadanos.

Y en este sentido, llama la atención la sentencia del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV) que ordena la protección de los cuarteles de Loiola de Donostia por su valor arquitectónico y patrimonial y su incorporación al Plan Especial de Protección del Patrimonio Construido (Peppuc), que ha paralizado la construcción de una nueva zona residencial de 1.700 viviendas, la mitad de protección oficial, a raíz de un recurso presentado por Vox en una maniobra de evidente sesgo político para evitar la salida del Ejército español de la capital guipuzcoana, cuando son unas instalaciones que llevan mucho tiempo infrautilizadas.

Curiosamente, el argumento que utiliza el tribunal para tumbar los planes del Ayuntamiento donostiarra es que tanto la Diputación Foral de Gipuzkoa como el departamento de Cultura del Gobierno Vasco se pronunciaron ya en 2009, a favor de su protección, cuando parece que esas edificaciones no tienen valor histórico o arquitectónico, tal y como se recoge en el Peppuc elaborado por el Consistorio, que se supone era conocedor de estos pronunciamientos cuando inició las negociaciones con el ministerio de Defensa para la adquisición de los terrenos.

Con todo ello, debiendo conocer el grave problema de escasez de viviendas que existe en Donostia, y sabiendo que con esta sentencia el proyecto de los cuarteles de Loiola queda tocado y en el aire –salvo la constatación como símbolo de la presencia del Ejército español en la capital guipuzcoana que tanto defienden el PP y Vox por encima se los intereses de los donostiarras–, tiene poco sentido que unos jueces hagan abstracción de esa realidad y tomen una decisión que va en contra de las necesidades más básicas de los ciudadanos, como es el derecho a disfrutar de una vivienda “digna y adecuada” recogido en el artículo 47 de la Constitución. Incomprensible.