rácticamente no han salido del cascarón y ya se han convertido en un colectivo de riesgo sobre el que pende la amenaza de pobreza. Aunque se trata de un sector de población muy heterogéneo, se constata que rejuvenece a marchas forzadas el perfil de personas atendidas en entidades sociales como Cáritas, donde cuatro de cada diez nuevos solicitantes de ayuda son menores de 30 años. No parece, hoy por hoy, que vayan a disponer de muchas oportunidades para vivir mejor que sus padres. Esta paulatina regresión de bienestar resulta todavía más acusada en el conjunto del Estado, donde el grupo de edad con más personas vulnerables económicamente ya no son los mayores o los jubilados, sino los jóvenes de 20 a 29 años. La pandemia ha hecho emerger esta realidad latente. Después de años de combate al edadismo laboral, esa forma de discriminación a las arrugas y las canas que viven en primera persona quienes han rebasado los 45 años y no encuentran hueco en el sistema productivo, aflora ahora con preocupación la precariedad de la población juvenil. En los próximos años será necesaria una mirada de conjunto para evitar la cronicidad y la estigmatización del colectivo de jóvenes, cuyas necesidades se han visto relegadas durante tanto tiempo que ahora piden a gritos medidas urgentes.