ace un año descubrí que la sordidez no tiene fronteras y que las ratas también se pasean por la Avenida de Navarra. Supe que se puede atravesar una ciudad en bicicleta sin ver un alma. Y también, que no me gustó nada aquel silencio raro de la vida convertida en un decorado, como un forastero en el desierto, o un corresponsal de guerra en una zona devastada. Pude ver hace un año a personas cuestionadas por saltarse el confinamiento. No, en aquella ocasión no había ninguna fiesta de por medio. Cuando pienso que es una chorrada dar las gracias por tener una casa, me acuerdo de aquellos jóvenes interrogados por la policía, que de mil amores habrían dejado la calle para cumplir con el estado de alarma si hubieran tenido una vivienda. Descubrí que me provoca desasosiego cuando enmudece un pueblo, y que mola mucho tener un balcón aunque sea pequeño. Supe entonces que no quiero que nunca más me roben una primavera, y que hay que exprimir cada segundo porque todo se puede ir a la mierda de buenas a primeras. Han pasado tantas cosas en un año que, en esencia, nada ha cambiado. Nada importante, salvo que seguimos dándole vueltas al calendario. Y de ser así, quiere decir que vivimos para contarlo, y eso es lo importante. Estar aquí y ahora, vivos, nada menos.