ay veces en la vida en la que uno se da cuenta de que es invisible. Puede ser cuando el camarero atiende cualquier mesa de la terraza antes que la tuya, el operario de la gasolinera echa gasolina a cualquier bicicleta antes que a tu tráiler o cuando la rubia del fondo de la discoteca baila antes con la columna que contigo. Hay veces, en definitiva, en las que uno es invisible y en las que dejar de serlo se convierte en un laberinto de difícil solución. Cuando el país anhela las segundas residencias de Castro Urdiales ("Castro", para los amigos) y debate sobre soberanías, hay otras realidades (en teoría dentro del mismo país, y entendamos por "país" lo que buenamente se quiera, porque cualquier significado de la palabra encaja en lo que en esta esquina de periódico se plantea) que siguen casi en el mismo plano que el día 1 del confinamiento. Cruzar el río Bidasoa es una de ellas. Bien sea para venir de Hendaia a trabajar a Errenteria que para (no poder) ir a un funeral desde Hondarribia a Bera. Una realidad que a cualquier vecino del País del Bidasoa, ese que cualquier día de estos podrá ir antes a comerse una chuleta en Logroño que acompañar en su duelo a un amigo en Lesaka, pone en solfa su día a día. Veremos hasta cuándo, porque ganar la libertad tiene algo de saber gestionar lo absurdo.