sigo donde lo dejé ayer. No fue un perrenque momentáneo por la pérdida de una entrevista ya cerrada lo que me hizo acordarme de las muelas de los que hacen luz de gas informativa a Onda Vasca. Mis penas por las negativas, tanto cuando voy de paisano como cuando llevo uniforme de piar, me las zampo con patatas. El quebranto causado por un invitado que se cae o no sale es un gaje ínfimo de un oficio en el que vestirse de lagarterana es un aprendizaje elemental. Por lo demás, echar un ping-pong en antena con este o aquel interlocutor gubernamental no figura entre mis placeres inconfesables. Puro curro, no hay más misterio.
Bueno, en realidad, ese es el misterio. Estamos hablando de trabajo, de uno -como casi todos, por otra parte- en que las apetencias personales de quien lo desempeña no tienen cabida. Lo importante es poder hacer un producto que satisfaga al cliente, es decir, al oyente. Y ahí es donde la cerrazón de los porteros de discoteca de López deja de ser una afrenta a un medio o a unos profesionales concretos para derivar en un insulto a decenas de miles de personas. Estamos rondando la prevaricación o, como escribí ayer, el delito contra la libertad de información.
Un estudiante que no acabó ingeniería o un lavacoches tienen todo el derecho del mundo a mandarnos a esparragar si les pedimos una entrevista. Un lehendakari, un consejero (y de ahí para abajo en el organigrama) no lo pueden hacer tan alegremente. ¿Por nuestra cara bonita, porque nosotros lo valemos? Qué va. Simplemente porque les va en el cargo y en el sueldo. ¿Y tiene que ser cuando nosotros queramos? No. Somos comprensivos con las agendas.
Antes del punto final, un dato para la reflexión: el PP, que tendría tantos motivos o más que el PSE para enfurruñarse y no respirar, jamás nos ha dado con la puerta en las narices. Aun en cuestiones que invitaban a esconder la cabeza bajo el ala, no nos ha faltado su voz.