Esta semana he asistido a dos intentos de ocupación en un edificio pegado a donde vivo, en la parte vieja de la ciudad. En el primero, un hombre se ha colado de noche por la ventana de un piso tras escalar por la fachada. En el segundo, unos cuantos han roto la cerradura de una lonja y han metido allí dos colchones. En ambos casos la Policía ha logrado sacarlos mezclando negociación y persuasión. El piso y la lonja están ya vacíos, y los vecinos y los comerciantes aliviados. Repito: los vecinos y los comerciantes aliviados. Así sucede siempre. Uno baja de los titulares, de los lemas, de la bruma política, y la gente común tiembla ante la posibilidad de que enfrente se le instalen unos okupas, o de que lo hagan en los locales a pie de calle. Eso de que el pueblo salva al pueblo en realidad es lo que está ocurriendo ahora en Portugalete. La sociedad no se divide entre una minoría ricachona protegida por Desokupa, y una clase trabajadora forzada a okupar. No es así, y quienes se empeñan en vender esa dicotomía milagrosamente cambian de opinión cuando su milonga pública afecta en serio a su vida privada. Entonces, leña sin piedad.

En los dos intentos citados, los vecinos han dado la voz de alarma y llamado al 112. Ni siquiera han sido los propietarios, que no estaban. Y ni uno solo de los habitantes, tenderos, curiosos o paseantes, de los que viven, trabajan, compran o andan por aquí, ha expresado otro deseo que el de echar a los okupas. Como sea y rápido. Ni uno solo. Luego ves el ecosistema nuestro, este inmenso oasis de la impostura, y parece que sólo se grita ¡fuera fascistas de nuestros barrios! Como si nadie quisiera librarse de nadie más.