No se conoce sumisión de tal calibre, ni en la pareja, ni en la familia, ni siquiera en la cuadrilla, que suele reunir lo más severo de ambas instituciones. Hablo de la lealtad surrealista, maciza, que profesan ciertos militantes hacia su tribu política, una suerte de fundamentalismo irredento al que solo se acerca no quien dice haber visto a la Virgen, que ya lija madera de líder y algo le rentará, sino el devoto que acude en peregrinación y jura oír sus revelaciones. No se trata, pues, del discípulo ya ducho en cinismo, el trepa al loro por si caen monedas, el pícaro que aun sabiendo que hoy nieva sostendrá que luce el sol si así lo estipula el maestro. No, me refiero al adepto sin propina, al observante estricto y servil de una fe laica.
Es el segundón, entre eunuco y sobrero, infatigable, rocoso, tenaz, cuyo juicio nunca atiende al egoísmo ni al oportunismo ambiental. En realidad, parece rehén a la intemperie de un mandato prosaico, casi teológico: nada de lo que haga mi partido está mal, no hay más dios que mi dios y a mi dios ni tocarlo. Inflamado por ese espíritu sale con candidez de Hare Krishna o furia de pitbull a defender en redes y barras lo indefendible, a vindicar lo que ni sus propios gurúes osan justificar en privado salvo con media sonrisa descreída. Lo último, la concesión del Premio Castilla y León, y 18.000 euros, de la Consejería de Cultura de Vox a un significado vocero de Vox. Siendo un caso tan obvio de favoritismo, de nepotismo, de desatado onanismo, a algunos hinchas les resulta muy normal. No es peña de like, es secta de amén. Y abunda, qué lástima, en toda trinchera.