Todos dependéis de mí. Que os quede claro. Quiero que se note. Aquel que hace unos meses dabais por muerto goza de buena salud. Sánchez, te tengo en mi mano con solo siete diputados y con menos votos que nunca. Pero la última carta de esta partida tiene que ser la mía. Así interioriza Carles Puigdemont en su permanente ensimismamiento ególatra la venganza que siempre ha querido asestar a ese Estado español del que desconfía y tanto desprecia. Una tensa revancha a modo de dilatar el acuerdo para la investidura del candidato socialista, estrujando las ventajas para los suyos de la futura ley de amnistía. Un inesperado retraso que empieza a exasperar a la coalición de izquierdas, ansiosos por sortear de un plumazo el trámite de la investidura y arrancar cuanto antes otra legislatura en el poder.

Consciente del estado de acuciante necesidad de Sánchez, Puigdemont exprime egoístamente en los tiempos de la prórroga el limón de sus reivindicaciones personalistas. Ahora mismo solo le preocupa exculpar a los inculpados de su entorno por supuesta malversación de dinero público, como es el caso del jefe de su oficina. El futuro del Gobierno de un país acaba dependiendo paradójicamente de estos flecos después del resultado de las elecciones generales.

En un simple ejercicio racional debería descartarse cualquier mínimo riesgo para un entendimiento de mutuo interés. Pero en la intrincada trayectoria de Puigdemont el peso de la razón siempre ha sucumbido a la emoción. Con todo, sería difícil de entender que una ley de amnistía que beneficiará a cerca de 4.000 personas y aceptada fervientemente por ERC pueda naufragar por culpa del principal encausado que incitó al arrebato.

El narcisismo político de Puigdemont le impedía compartir protagonismo con Oriol Junqueras en el día de su acuerdo con el PSOE. Mucho menos con Pere Aragonès a quien desdeña. Las conquistas para Catalunya de un perdón de 15.000 millones de deuda y un traspaso compartido del servicio de Rodalíes tantas veces reclamado por Rufián no iban con él, como si fueran migajas propias de entreguismo. Lo suyo debe dejar la impronta de un botín arrebatado, de un pulso ganado, de un sometimiento a sus designios. El narcisista clan de Waterloo se sabe ahora imprescindible cuando apenas en julio nadie daba un euro por su futuro. Desde esa superioridad puntual acompasa intencionadamente sus tiempos para desesperanza de Sánchez y de un PSOE que arrastran un incontable desgaste en el proceloso empeño de arrancar este acuerdo a seis bandas.

Fluye demasiada tensión por cada esquina. Y va a más. Sobre todo, en ese influyente Madrid que asemeja derechizado y, desde luego, ardorosamente antisanchista. Nadie se quiere sentir ajeno a esta permanente ebullición plagada de enfrentamientos donde no hay espacio para la reflexión serena. Una tendenciosidad que se detecta con facilidad y preocupación en el esperpéntico rechazo que la correa de transmisión del PP en el Consejo General del Poder Judicial ha hecho de una proposición de ley, la de amnistía, aún sin cerrar porque se sigue negociando en la sala de un hotel de Bruselas. Una crispación en los partidos de la oposición que asisten indignados a un rosario de prebendas para quienes consideran responsables de un ataque a la unidad de su patria y que empiezan a apelar a la concienciación ciudadana para salir a la calle. O hasta el propio Aznar elevando belicosamente el tono de sus descalificaciones.

Y para que nadie faltara al desaire, resuenan los ecos de una riestra de presidentes autonómicos levantiscos contra la condonación de la millonaria deuda a una Catalunya líder de la deuda pública territorial por culpa de una pésima gestión que en su día Artur Mas aprovechó para disimularla en la senyera de una incipiente reivindicación soberanista. Ante semejante contexto incandescente, de una insoportable hostilidad, resulta fácil entender que Sánchez, acosado, aproveche todos los atajos excepcionales, con la benevolencia de la presidenta del Congreso, para acercarse a su investidura.

Apremiado por las urgencias, el Gobierno en funciones está retorciendo al límite el reglamento de la Cámara para acortar las diligencias, aunque es verdad que nunca pensó que Puigdemont le complicaría tanto sus planes. Mientras, en el bando contrario, el PP urde su estrategia para dilatar al máximo la tramitación de la futura ley de amnistía, llamada a convertirse en el elemento distorsionador del día a día de la nueva legislatura que se estrenará este mes. Se avecinan tiempos tan convulsos que amenazan tristemente con acabar inanes.