Mi hijo y yo hemos cenado varios días de las últimas dos semanas en la sala. No estábamos enfadados con la otra mitad de la familia. Solo queríamos disfrutar del Mundial de balonmano. Ese deporte que, como tantos otros, sigue luchando por su dignidad frente a la dictadura del fútbol. Ese deporte en el que, una vez más, la selección española ha llegado hasta semifinales, con actuaciones del zumaiarra Kauldi Odriozola dignas de ser estudiadas por los más jóvenes. Ese deporte en el que los corpulentos de más de 100 kilos y los guindillas de menos de 1,80 se embisten una y otra vez, seis contra seis, en un espacio de pocos metros. Ese deporte en el que los continuos agarrones se viven con caballerosidad; donde, salvo excepciones, nadie se revuelve contra el rival por ello, ni hace aspavientos de niño mimado cuando el árbitro castiga su proceder. Ese deporte en el que el portero nunca se arruga, sino que sale en busca del balón jugándose literalmente la cara. Ese deporte en el que, como en el baloncesto, estás obligado a atacar y no se puede salir solo a no perder. Y, sobre todo, ese deporte en el que hasta los mejores jugadores solos no son nada, y los 60 minutos de cada partido son una continua poesía sobre el valor del equipo. Ese deporte que tanto me recuerda a la política, o al menos como yo la entiendo y la defiendo. Por eso, cuando como ahora el PP vuelve a defender, como lo hace cada cierto tiempo, que gobierne la lista más votada, me aburren y les recomendaría ver balonmano. Porque la política no es golf. Tú, la bola y el hoyo. No es sacar más votos un día y el resto que me miren cómo juego. Es atacar y defender a diario para llegar a acuerdos. Es cuerpo a cuerpo en poco espacio, intensidad y compromiso en equipo al máximo para luchar cada tema y tratar de vencer, pero siempre dentro de las normas y respetando al rival.