El sol me enseña sus pestañas tras la sierra Gelada. Continúo con mi paseo mientras los rayos tocan ya los tejados de los rascacielos. En pocos minutos toda la playa de Levante de Benidorm queda iluminada. Un día más, el telón del cielo azul sube y abre sus puertas el parque temático de la que en los 50 era una pequeña población atunera, pero que para los 80 se erigió en la colmena del turismo mediterráneo para la clase media. Ahora, en otoño, cuando otras localidades turísticas notan el bajón posvacacional, Benidorm se muestra rebosante de turistas. Extranjeros sí, también, pero sobre todo son legión los que hace pocos meses, o bastantes años, se cortaron la coleta laboral y son pensionistas. ¿Dónde quedan aquellos señores envejecidos que se sentaban en el banco del pueblo a ver pasar sus últimos días? Afortunadamente, lugares como Benidorm confirman que el sistema de bienestar ha conseguido que miles de personas mayores, también las de las pensiones más menudas, puedan lucir palmito en la playa.

Pero Benidorm mantiene aún a los trileros. Descubrí con siete años a estos timadores que, incomprensiblemente todavía hoy, siguen con el engaño. Y es entonces cuando me acuerdo del PP y de su mercadillo fiscal. Con este partido también pasan los años y, sin embargo, siguen con su trilerismo sobre las cuentas públicas. Continúan con el timo de exigir menos impuestos para así devolver el dinero a los bolsillos de los ciudadanos, sin decirles qué gastos quitarán. El mismo miedo me dan quienes todo lo arreglan con más impuestos y más presencia de lo público, como si lo privado fuese el demonio, que los que como el PP, tratan de que la gente olvide aquello de “quita y no pon se acaba el montón”. Las cotas de calidad de vida que tantos mayores disfrutan frente al mar, inimaginables solo hace unas décadas, son hijas, precisamente, de los impuestos.