Como a veces el término se utiliza lo mismo para un roto que para un descosido, acudo a la RAE para conocer el significado exacto del vocablo “activista” y se me explica que se trata del “militante de un movimiento social, de una organización sindical o de un partido político que interviene activamente en la propaganda y el proselitismo de sus ideas”. Gente convencida, por tanto, gente decidida y dispuesta al riesgo. Pues muy bien, allá cada uno con sus compromisos vitales o ideológicos. Lo inquietante es ese “intervenir activamente” del activista, cuando el resultado de la intervención es un desastre y además no contribuye en nada a lograr el efecto deseado.

En estos días, y ojo, que esta modalidad de insensatez suele ser contagiosa, hemos asistido perplejos a tres episodios protagonizados por activistas ejemplares, activistas pata negra. En estos casos la causa por la que actuaron fue el cambio climático y para ello el 9 de octubre dos elementos pegaron en Melbourne sus manazas sobre el cuadro Masacre en Corea, de Pablo Picasso. No iba a ser menos la pareja cabreada contra el deterioro climático que el día 14 repartió el contenido de dos sobres de sopa de tomate sobre el lienzo Los girasoles, de Van Gogh, en Londres. Y en frenética carrera de “contaminador el último”, el pasado domingo otros dos campeones embadurnaron de puré de patata Les Meules, precioso cuadro de Monet en un museo próximo a Berlín.

Y digo yo, ¿en qué contaminan unos cuadros de tanto valor artístico, histórico y cultural? ¿Por qué creen esos activistas –o lo que sean– que desgraciando obras de arte van a despertar las conciencias de los apalancados en el sofá o los alienados en las redes sociales que sólo se acuerdan del clima para ponerse las chanclas? ¿Por qué no van con sus sobres de sopa o sus botes de pintura y los derraman por encima de las cabezas de los presidentes de las grandes corporaciones de industrias contaminantes?

Tienen derecho esos activistas, faltaría más, a llamar la atención sobre el deterioro al que entre todos estamos sometiendo a nuestro pobre planeta, pero deberían hacerlo actuando contra lo que en realidad destroza el mundo. En muchas ocasiones se han aplaudido acciones heroicas, imaginativas, contundentes, de grupos de activistas llamando la atención sobre el peligro de desastres ecológicos, o contra decisiones institucionales clamorosamente disparatadas, o agresiones medioambientales evidentes. Casi me atrevo a decir que caen bien esos activistas audaces, arriesgados, imaginativos, que actúan directamente contra lo que está destrozando el mundo, pero no le veo ningún sentido a estropear llenando de pringue obras de arte que, en cualquier caso, han contribuido y contribuyen a que el mundo sea más bello.

Dediquen los activistas su tiempo y sus afanes a concienciar sobre la forma inclemente con que los más poderosos se están cargando el mundo, pero que no nos toquen los cuadros… ni las narices. l