En GUNE (Zumaia) organizamos cada mes una tertulia animada por algún invitado en torno a las cuestiones más diversas de la vida en nuestra sociedad, en el hogar común de la Tierra, siempre en relación con eso que llamamos “espiritualidad”, que es como decir la “vida con alma”, con o sin religión, más allá de la religión.

Este año damos la voz a jóvenes de diferentes ámbitos sociales y culturales. Hace quince días invitamos a Mikel Artola, joven filólogo (“amante del verbo”), que dedica sus mejores energías a fomentar el bertsolarismo y a iniciar en él a niños y jóvenes. Le habíamos propuesto como tema: “¿Cómo ves la espiritualidad en el bertsolarismo?”. “No sé muy bien qué se entiende por espiritualidad -empezó más o menos-. Sería eso que motivaba lo mejor, lo más humano de mis abuelos, que para ellos estaba ligado a la fe cristiana. Hoy, para la inmensa mayoría, no tiene nada que ver con creencias cristianas u otras, pero son cada vez más los que desean vivir eso, lo profundo de la vida. Yo también lo quiero y lo busco. Y creo que es eso lo que buscan tantas y tantos jóvenes que acuden a escuchar a los bertsolaris”.

Un/una bertsolari -improvisador de bertsos en euskara, arte hermanada con el sean-nós gaélico, el trovo andaluz, la payada del Cono Sur americano y el repentismo cubano- es una de las personas cuyas facultades más admiro, junto con las de un organista, capaz de ver y de tocar cuatro melodías a la vez con las dos manos y los dos pies. En el órgano todo el cuerpo toca. En el bertso, todo el cuerpo crea, habla, canta.

Es como si un soplo mágico inspirara al bertsolari desde más allá de dentro y fuera. El soplo alado que alienta en todos los seres. El soplo invisible, inasible, que se revela en el canto del petirrojo, y en todo organista y bailarín, poeta, pintor o escultor inspirado. En cualquier albañil o periodista, agricultor, educador o político “espiritual”, en cualquiera, culto o analfabeto, que se deje iluminar por la luz de su ser. Simplemente.

Vuelvo al bertsolari inspirado. Le traen de un cuarto aislado en un polideportivo repleto de gente. Sube al estrado, y el moderador le formula un tema que desconoce. Por ejemplo: “Todo iba bien hasta que se ha encendido la luz”. Y con eso, sin más, debe improvisar tres estrofas cantadas con métrica exacta y rima consonante precisa. En pocos segundos, debes decidir de cuántos versos constará cada estroba y de cuántas sílabas cada verso, la rima de cada estrofa, la melodía adecuada, un relato o un argumento que engarce las tres estrofas; y, lo primero de todo, el verso final de la última estrofa que revelará la clave del relato o del argumento de todo el conjunto. Imposible. Sí, parece imposible, pero se da, cuando uno deja que el viento sople.

Hace dos años, en el campeonato de bertsolaris de Gipuzkoa, le pusieron el mencionado tema a Maialen Lujanbio, y ella cantó tres largos bertsos de siete pies cada uno. Sublimes en el fondo y la forma. Mikel Artola nos los hizo escuchar de nuevo como por primera vez. Junto a mí, Irati, joven bertsolari de 16 años, escuchaba emocionada e iba recitando, rezando diría, los bertsos de Maialen Lujanbio que sabía de memoria. Venían del soplo vital profundo. No se trata de perfección, sino de verdad.

“Mirad a Maialen -vino a decir Mikel-. Antes de subir al estrado, como todo bertsolari, se sentiría insegura: ¿Llegaré a soltar las riendas para que acudan a mí las ideas, las palabras, las metáforas, las rimas, el ritmo? Mirad ahora su cuerpo relajado, mirad sus ojos, en posición meditativa. Está en su ser verdadero, libre del deseo de ganar, del miedo a perder, del impulso de competir. Libre del ego propio y ajeno. Está presente, sin más. Deja que el bertso fluya del fondo. El verso se canta en ella”.

“Cantar un bertso se parece a la vida”, concluyó Mikel, con sus 30 años recién cumplidos. Me conmovió. Cantar un verso es una metáfora de la vida. Como tocar el órgano, danzar, tener un hijo, conducir un camión, dirigir una empresa o un partido político. Todo puede convertirse en expresión del Espíritu o del Alma de la vida con una condición: liberarse del ego personal y social con su fiebre mortal posesiva, la rivalidad. Despertar la conciencia de lo que somos y dejarnos llevar, sin competir. Solo entonces, del “tronco de Jesé”, brotará una nueva civilización, una humanidad con alma.