ea la brasileña Força-Tarefa, la inglesa Line of Duty, la israelí, con perdón, HaShotrim o la española Antidisturbios, nos tragamos series donde un departamento de Asuntos Internos airea la podredumbre policial. Nos gusta mucho desnudar al poder en la ficción, y hay pocos poderes al que se tengan más ganas que al uniformado. Releo y corrijo: también nos gusta desnudarlo en la realidad, siempre que quien salga feo sea un grupo de picolos, pitufos y maderos, por ejemplo. Les vemos meterse rayas antes de meter hostias, perder los estribos y los amores, y aplaudimos cuando precisamente uno de ellos, el secreta terco y afanoso, incansable e incorruptible, descubre las vergüenzas del cuerpo y las señala en público. Se encierra a los culpables y nos vamos a la cama.

Asuntos Internos, cómo mola. Sobre todo, cuando el trapo ajeno se limpia en la cocina comunitaria. Cuando el trapo es propio se prefiere ocultar aquí, tras el fregadero, como un estropajo reseco y maloliente al que, según parece, nada nos une. Igual se olvida. No se promocionan documentales efectistas sobre el indigno suceso, ningún dron con cámara sobrevuela el lugar de nuestra mancha y aquel se ventila a modo de episodio fortuito, como si al cadáver se le hubiera atragantado una bola de goma con un solo responsable: el tabernero. Y digo yo que, entre la tesis del asesinato y la del mero accidente, cabe la opción de detallar la punzante injusticia que se ha cometido, que están cometiendo, contra la familia y amigos de Iñigo Cabacas. No se merecen este larguísimo, mareante y agónico laberinto de sombras y enredos. Con menos se hace una película de bocachas y togas. Fumando espero.