i amigo Juan pasó la Nochebuena confinado en su habitación. Su hija dio dos golpes en la puerta para avisarle de que ya podía recoger su cena. Aunque se la cocinaron con más cariño que nunca, al plato le faltaba el inconfundible sabor que aportan las risas y las conversaciones en familia. Juan me cuenta que se sintió como un preso en su celda. Afortunadamente para él, solo han sido unos días. Largos sí, pero unos días.

Si suele decirse que una sociedad se define realmente en función de cómo trata a los que se encuentran en peores condiciones, en el caso de las cárceles, esta afirmación, es aún más certera. Y, ahora en Euskadi, ya no podemos mirar para otro lado. Por fin, en este año que se acaba, el Gobierno Vasco ha recibido el traspaso de la competencia de la gestión de las prisiones. Poco podemos aún influir en qué acciones tipificamos como delitos y por cuales de ellos, debes pasar unos años entre rejas. Sin embargo, en Euskadi ya tenemos el poder, y por lo tanto la responsabilidad, de acordar cómo queremos que sea la vida diaria en las prisiones y, sobre todo, qué posibilidades queremos generar para que quienes pagan, nada menos que con su libertad, por los hechos que cometieron, cuando dejen atrás su celda, no tengan muchos boletos de volver a pagar el mismo precio. Hacer de la prisión algo más que un castigo. Los hombres y mujeres que viven en las cárceles, no son ni santos, ni inocentes, pero tampoco todo lo malvados y culpables como nos los queremos imaginar. Sin exonerarles de sus errores, es justo admitir que muchos presos antes de serlo de las cárceles, lo han sido de la desigualdad, la exclusión, las drogas, la precariedad, de su salud mental, o de un combo de varias de ellas. Con algunas de esas piedras que la vida cargó en sus alforjas puede que incluso antes de su juventud, no sé donde hubiese terminado yo. Y, ¿tú?