ace varios años, cuando se empezó a hablar acerca de la película de Spielberg sobre Pío Mortara, no fueron pocos los que me llamaron para que les hablara sobre los Canónigos Regulares Lateranenses de Oñati, conocidos como los agustinos. Y les hablé, vaya si les hablé. Les hablé de Fernando Urkia y sus obra teatrales; de Patxi Madina y su excelsa obra musical; de Julián Sagasta y su órgano; de Luis Mallea y su Lagun Onak de Buenos Aires; de Bedita Larrakoetxea y sus traducciones de Shakespeare al euskera; de mis maixus en nuestra entonces incipiente ikastola; les hablé también, lógicamente, de una gran labor pastoral en todo el mundo, que sigue a día de hoy y esperemos que continúe durante largos años.

Nuestro tío José Luis, al que hoy despedimos, ha sido uno de ellos. Aquel joven de Migelena que comenzó subiendo con su caballo a dar misa a Aurrekomendi, continuó en Manhattan y terminó en la bilbaína Santutxu, nos ha dejado sin sacar ruido, legando grandes recuerdos que, sin embargo, quién sabe cuánto durarán. Y es que somos de memoria frágil y, en el fondo, incapaces de transmitir a los que nos siguen la importancia de muchas pequeñas -a la vez de grandes- historias, aunque no todas aparezcan en libros y wikipedias. Pasamos en pocos años de reivindicar honores de personas a no reconocerlas ni en las fotos.

Es por ello por lo que, a falta de hijos, a uno le emocionaría saber que alguno de sus sobrinos tocó un día el timbre en un piso de East Harlem, por ejemplo en la segunda avenida con la 103. Y que aquellos neoyorquinos de origen puertorriqueño le invitaron a pasar y le explicaron cómo su tío abuelo, aquel vasco lleno de vida, amor y humor, ayudó a levantar todas aquellas viviendas que dignificaron sus vidas. En definitiva, a uno le emocionaría saber que serán en el futuro multitud los jóvenes que se percatarán de una vez que en sus familias, en sus barrios, en sus pueblos, hay historias que merecen ser conocidas, recordadas y transmitidas. Agur, osaba.