La política está últimamente muy revuelta. Y todo parece indicar que este es un fenómeno que no va a ir a menos. Lo que algunos llaman polarización, otros bibloquismo, ha hecho que la batalla mediática sea cada día más intensa. Hasta el punto de resultar aburrida. El PP en bloque contra Sánchez y sus supuestas conexiones personales y familiares con la trama de compraventa de mascarillas y el PSOE, en tromba, contra Ayuso por las irregularidades fiscales que habría cometido el que hoy es su pareja. Y Feijóo contento, quién sabe si más por lo segundo que por lo primero.

También podría alegrarse el gallego por la existencia de noticias que eclipsen sus ya famosas fotos náuticas, aunque estas aparecen y desaparecen en función de las necesidades de algunos. Puedo asegurar que volveremos a verlas más pronto que tarde; tan pronto como decida Sánchez llamarnos a las urnas.

El tema es si de verdad el debate público debe centrarse en esto. En una constante lucha entre partidos para ver quién es peor, quién roba más o quién tiene las aficiones menos edificantes. Creo en la política de la confrontación, del cuerpo a cuerpo. Pero una confrontación de políticas, de propuestas, un contraste de modelos. Creo que los partidos tienen diferentes fórmulas, aunque no necesariamente diferentes objetivos. Y creo que la política debería consistir en explicar qué propone cada uno y, sobre todo, cómo afecta cada medida en el día a día de la ciudadanía. Debemos ideologizar la política, dotarla de contenidos. Debatir más y, sobre todo, debatir mejor. Alejarnos de las emociones y centrarnos más en las razones. Argumentar con lógica y explicar bien causas y efectos. Y es que estoy de acuerdo en que no todos son iguales. Y no solo porque no todos roben o porque no todos mientan; sobre todo, porque no todos ofrecen lo mismo. No todos apuestan por la industria, no todos son capaces de generar empleo y no todos pueden hacer sostenibles los servicios públicos. Ahí están las principales diferencias.