Hace menos de un año un conocido ultramillonario compró una de las redes sociales más populares. Es cierto que en 2022 poco quedaba del Twitter original, que había nacido como una plaza pública abierta y bastante autorregulada. Al crecer en tamaño sus dueños decidieron incluir publicidad y regular la visibilidad de quienes hablaban primando contenidos promocionados (de pago) y con algoritmos que favorecían que la gente pasara más y más tiempo y consumiera. Es curioso porque conviene recordar que cuando nacieron las actuales redes sociales de éxito no tenían esos pegajosos algoritmos para vender cosas: por ejemplo, podías colocar imágenes en Instagram con filtros vintage y todo simpático y buenista. O Facebook aún no te llenaba todo de anuncios y de proclamas promovidas por bots comerciales. Todo el mundo asumió que siendo gratis la cosa sus dueños podrían meterte anuncios alimentados por tus propios gustos. Y los expertos explicaban que nosotros éramos la mercancía, nuestros hábitos de navegación era lo que nos robaban para vendérselo a terceros.

Pero Elon Musk introdujo algo más abyecto que los robos de datos y la manipulación: un discurso en el que defiende la libertad de expresión pero de hecho solamente para quienes propagan el odio. Acusa a la cultura feminista y social de querer silenciar y censurar simplemente por denunciar el insulto. Expulsó a los comités que vigilaban el lenguaje de odio; ha dificultado que la queja sirva para largar del sitio que ahora llama X a quienes enarbolan cosas nazis y ahora, realmente, el sitio parece una cervecería bávara la noche antes de tomar Alemania y quemar libros. Hace casi un año me salí de esas redes con el convencimiento de que hay otros lugares sin algoritmos ladrones y con moderación para evitar el discurso de odio. Y no las echo de menos.