dos de los asuntos más extraordinariamente seguidos de la semana han sido que una niña de 13 años a la que hay que llamar princesa leyó sus primeras palabras en público para decir, entre otras cosas, que España es una “monarquía parlamentaria” y que un humorista en un gag se sonó los mocos con la bandera española. No hace falta decir que la polémica mundial se montó con el segundo hecho y que el humorista tuvo que soportar miles de insultos y amenazas, hasta tener que cerrar su cuenta en una red social, mientras que la niña a la que hay que llamar princesa ha tenido, afortunadamente, una semana de lo más tranquila, sin que se haya montado algarada ninguna porque, casi 50 años después de que el dictador Franco posara su mano sobre el abuelo de la niña a la que hay que llamar princesa, sigamos sin ser consultados acerca de si queremos o no queremos princesas y carrozas reales. Lo básico es que hay gags en los cuales alguien se suena los mocos con una tela, trapo, chisme, como lo quieran llamar, sea el símbolo de España, de Francia, de Euskadi, de Navarra o del Alto Volta. Qué obsesión con las banderas, la verdad, qué hartura es lo de las banderas y qué clase de tara tan seria hay que tener para que se te hinche la vena si un humorista se limpia los mocos -o hace lo que sea- con algo que es un símbolo, pero para ti. Si es un símbolo pero para ti, ¿qué coño te importa lo que hagan o dejen de hacer los demás con ese símbolo? Es incomprensible. No es una foto de tu madre, coño, ni de tu hijo, ni de Ingrid Rubio ganando por Más allá del jardín el Goya en 1997 -el summun absoluto de la belleza femenina, por si no lo sabía-, es solo una representación simbólica de un territorio, nada tangible a lo que puedas abrazar. Pues nada, indignación, autocensura del medio que emitió el gag y el copón de disculpas. Año 2018. Si me cuentan esto en 1988 no me lo creo.